PISTAS Y BARRO

El discurrir de la marcha se hace ameno cuando en el recorrido nos encontramos paisajes inolvidables. Caminos infinitos con trazados preciosos en donde el tiempo se detiene y el avance sobre ellos se convierte en la mejor de las carreras.

miércoles, 13 de julio de 2011

Entre reveses militares, absurdos políticos y desvaríos religiosos, el patriotismo ciego y salvaje

Los estampidos estremecen el suelo y hacen temblar los parapetos de tablas, cestones y fajinas. Acurrucado en uno de ellos, mirando con un catalejo de mano a través de una tronera, Desfosseux mantiene la lente del visor a razonable distancia de su ojo derecho, desde que un impacto de artillería, que lo hizo temblar todo, estuvo a punto de incrustársela en el globo ocular.
Lleva día y medio sin dormir, sin comer otra cosa que pan de munición duro y seco, ni beber más que agua turbia; pues con el bombardeo, que ha puesto a varios soldados con las tripas al aire, no hay vivandero que se atreva a moverse al descubierto. El capitán está sucio, sudoroso, y una capa del polvo levantado por las explosiones le cubre el pelo, la cara y la ropa. No puede verse, pero basta echar un vistazo a cualquiera de los que andan cerca para adivinar que tiene el mismo aspecto demacrado, hambriento y miserable, con esos ojos enrojecidos lagrimeando polvo líquido que deja surcos en los rostros convertidos en máscaras de tierra.
El capitán dirige el catalejo hacia Puntales, pequeño y compacto tras sus muros asentados en las rocas negras del arrecife que empieza a descubrir la bajamar.
Visto desde este lado de la franja de agua, flanqueado milla y media a la derecha por la inmensa fortificación de la Puerta de Tierra y a la izquierda por la no menos sólida y aparatosa de la Cortadura, el fuerte español parece la proa de un barco obstinado e inmóvil, con las seis troneras artilladas de la parte frontal orientadas hacia el lugar desde el que observa Desfosseux.
A intervalos, con metódica regularidad, una de esas troneras se ilumina con un fogonazo; y tras el estampido, a los pocos instantes, llega el reventar de un proyectil enemigo, granada o bomba de hierro macizo, golpeando sobre la batería francesa. Tampoco los artilleros imperiales están mano sobre mano, y el fuego regular de los cañones de asedio de 24 y 18 libras y los obuses de 8 pulgadas levanta polvaredas en cada impacto sobre el fuerte español, velando a ratos la desafiante bandera —los defensores izan una nueva cada cuatro o cinco días, hecha jirones la anterior por la metralla— que puede verse ondear en lo alto.
Hace tiempo que el capitán admira, de profesional a profesional, el sólido talante de los artilleros del otro lado. Curtidos por dieciocho meses de bombardeo propio y ajeno, allí han desarrollado una pericia y una tenacidad a toda prueba. Eso le parece a Desfosseux natural en los españoles: perezosos, indisciplinados y poco firmes en campo abierto, son muy audaces cuando la soberbia o la pasión de matar los arrebatan, y su carácter sufrido y orgulloso los hace temibles en la defensa. Oscilan así, continuamente, entre sus reveses militares, sus absurdos políticos y sus desvaríos religiosos, de una parte, y el patriotismo ciego y salvaje, la constancia casi suicida y el odio al enemigo, de la otra. El fuerte de Puntales es un ejemplo evidente. Su guarnición vive enterrada bajo continuo cañoneo francés, pero no deja de devolver, implacable, bomba por bomba.
Una de ellas cae en este momento en el baluarte contiguo, cerca de los cañones de 18 libras. Es una granada negra —casi se ha visto venir por el aire — que golpea en el borde del parapeto superior, rebota y cae rodando junto a un espaldón de tierra y cestones, dejando el rastro humeante de su espoleta a punto de estallar. El capitán, que se ha incorporado ligeramente para ver dónde caía, escucha los gritos de los artilleros de la pieza más próxima, que se tiran a la tablazón que soporta las cureñas o se resguardan donde pueden. Luego, mientras Desfosseux agacha la cabeza y se encoge junto a su tronera, el reventar de la carga explosiva estremece el baluarte, y una paletada de tierra, astillas y cascotes cae por todas partes. Todavía llueve tierra cuando empieza a oírse un alarido desgarrado y largo. Cuando el capitán levanta de nuevo la cabeza, ve cómo entre varios hombres se llevan al que grita: un artillero cuyo muñón en un muslo —el resto de la pierna ha desaparecido— va dejando un rastro de sangre.
—           ¡Duro con esos bandidos! —grita el teniente Bertoldi, que se incorpora entre los artilleros, animándolos —. ¡Ojo por ojo!... ¡Venguemos al compañero!

Buenos chicos, se dice Desfosseux, viendo a los soldados agruparse en torno a los cañones, cargar, apuntar y disparar de nuevo. Con lo que llevan pasado aquí, y lo que les espera, y todavía son capaces de alentarse unos a otros, haciendo gala de la valerosa resignación ante lo inevitable que caracteriza al soldado francés. Incluso después de año y medio atascados en el pudridero de vidas y esperanzas que es Cádiz, culo de Europa y úlcera del Imperio, con la maldita España rebelde reducida a una isla inconquistable.
El cañoneo se vuelve ahora furioso en el baluarte, incrementando su cadencia —es necesario abrir mucho la boca para que no revienten los tímpanos -, y Puntales apenas puede verse entre la polvareda que levantan los impactos que recibe, uno tras otro, acallando sus fuegos durante un rato.

—           Se hace lo que se puede, mi capitán

“El Asedio” de Arturo Pérez Reverté.