PISTAS Y BARRO

El discurrir de la marcha se hace ameno cuando en el recorrido nos encontramos paisajes inolvidables. Caminos infinitos con trazados preciosos en donde el tiempo se detiene y el avance sobre ellos se convierte en la mejor de las carreras.

domingo, 30 de octubre de 2011

Recordaba bien la última vez que había arribado al puerto de Atenas

Recordaba bien la última vez que había arribado al puerto de Atenas: una inmensa flota de trirremes de altivas proas se alineaba a todo lo largo de la bahía.
La escuadra naval, orgullo del Ática, bastión del imperio. Una vez en tierra firme era difícil no quedar impactado por el fastuoso mercado del Emporio, donde se comerciaba lo más granado de los productos de cada región: alfombras de Babilonia, piedras preciosas de Persia y Escitia, lino de Amorgos, gemas indias, perfumes de Corinto, especias orientales de cáñamo, nardo, canela, brea, mirra, de las regiones hiperbóreas en cestas de junco, seda de Cos, ánforas de vino, finos tejidos, marfiles entallados, ámbar, lapislázuli, adornos de plata, exquisitas telas perfumadas con orlas de púrpura...
Se hablaban decenas de lenguas, pero todo se compraba con la moneda de la lechuza de Atenea y aquel  espectáculo le había parecido a Pródico la viva imagen del imperio que Atenas acaudillaba.
Ahora, la guerra perdida había dejado un panorama de escombros. En el puerto halló pescadores trabajando en sus redes, una exigua flota de naves de guerra, y en los muelles sólo se descargaban sacos de grano.
Las gaviotas se repartían un festín de pobres: pescados podridos, frutas pisadas, granos de avena, la triste ofrenda que dejaba la marejada al golpear contra los muelles y espolones. El centro del comercio marítimo se había desplazado a Delos.
Pródico dijo a sus esclavos que se quedaran esperándole en el barco. Prefería hacer el resto del camino solo, recordando al viejo filósofo de cara de cabra. Llevaba una túnica negra, y un sombrero de fieltro de ala ancha. Las largas murallas que arrancaban en el Pireo estaban siendo reconstruidas a lo largo de un buen recorrido, sobre andamios de madera y bambú.
Vio desfilar recuas de carros tirados por bueyes cargando pescado y sacos de grano. Era hecatombeon, el mes de la siega. Los baluartes de la ciudad habían sido desmantelados, y los jardines convertidos en cementerios sucesivos. No quedaba piedra sobre piedra. ¿Cómo había podido acabar así la mayor civilización conocida? Arrastrando un poco las sandalias, caminaba despacio, sin perder detalle de cuanto veía. Muchas tumbas ni siquiera tenían lápida ni estela; un montículo de tierra señalaba el lugar. El cementerio de Cerámicos había sido ampliado en los campos anexos derribando los cercados de madera, y la extensión de urnas de barro se extendía por doquier. Multitud de granjas quemadas habían sido abandonadas y sustituidas por chozas con un techo de piel por tejado, sostenido con palos, otras estaban en plena reconstrucción y había una gran actividad en los carrascales aledaños de la ciudad: gente carreteando piedras y adobe de barro, apuntalando vigas, cimentando las casitas como buenamente podían.
Extraído de: “LAS DOS MUERTES DE SÓCRATES” de IGNACIO GARCÍA VALIÑO