Érase una
vez un día de invierno en el que los copos de nieve caían como plumas del
cielo.
Una reina
estaba sentada cosiendo junto a una ventana con un marco de ébano y cosía.
Mientras cosía y observaba la nieve, se pinchó con la aguja en el dedo y tres
gotas de sangre cayeron. Y como el rojo se veía tan bello sobre la blanca nieve
pensó: «¡Ojalá tuviese una niña tan blanca como la nieve, tan roja como la
sangre y tan negra como el ébano!».
La nieve relucía, blanca, en el
suelo. Quince minutos antes, una nueva capa, limpia y blanda, se había
depositado sobre la anterior. Quince minutos antes, todo era posible aún. El
mundo parecía hermoso y dejaba entrever un futuro brillante, plácido y libre.
El futuro, por el que valía la pena correr un gran riesgo, jugárselo todo,
intentar liberarse para siempre.
Quince minutos antes, una nevada
ligera y suave había extendido un fino manto sobre la nieve vieja. Después dejó
de nevar tan de repente como había empezado, y un rayo de sol fugaz apareció
entre las nubes. En todo el invierno no se había visto un día tan bonito como
aquel. Entonces, el rojo se mezclaba cada vez más con el blanco. Se extendía e
iba ganando terreno; se deslizaba a través de la nieve cristalina y la teñía a
su paso. Una parte del rojo había caído más lejos y había salpicado la nieve.
Era de un color tan vivo que, de tener voz, habría gritado.
Natalia Smirnova miraba fijamente
la nieve con sus ojos marrones, pero no veía nada. No pensaba en nada. No
esperaba nada. No tenía miedo de nada.
Diez minutos antes, Natalia había
tenido más esperanzas y más miedo que nunca en su vida. Con las manos
temblorosas, había llenado su bolso Louis Vuitton auténtico con un montón de
billetes. Había aguzado el oído para oír el más mínimo ruido. Había intentado
tranquilizarse y decirse a sí misma que no corría ningún peligro. Ella misma lo
había planeado todo. Pero, al mismo tiempo, también sabía que ningún plan era
infalible. Un ligero empujón podía derrumbar toda la obra, planificada al
detalle durante meses.
En el bolso tenía el pasaporte y
un billete de avión para Moscú. No se llevaba nada más. En el aeropuerto de
Moscú, su hermano la estaría esperando con un coche de alquiler. La llevaría a
una casa de campo, que solo conocían unas pocas personas, a cientos de
kilómetros. Allí estarían su madre y Olga, su hija de tres años, a la que hacía
más de uno que no veía. ¿La recordaría la niña? Ya tendrían tiempo para volver
a conocerse en aquella casa; se refugiarían allí durante uno o dos meses. Todo
el tiempo que fuese necesario para poder sentirse fuera de peligro. Todo el
tiempo necesario para que se olvidaran de ella.
Natalia había ahuyentado la voz
insistente que, en su interior, le decía que no se olvidarían de ella, que no
la dejarían escapar. Se había convencido de que ella no era tan importante, de
que en cualquier momento encontrarían a otra que la sustituiría. No se tomarían
las molestias de ir a buscarla a su escondite.
En aquellos asuntos siempre había
alguien que desaparecía. A veces, llevándose el dinero. Formaba parte de los
riesgos del negocio; pérdidas inevitables, exactamente igual que la fruta que
se pudre en la tienda y que hay que tirar a la basura.
Natalia no había contado el
dinero. Había embutido en el bolso tantos billetes como había podido. Algunos
estaban arrugados, pero eso no tenía ninguna importancia. Un billete arrugado
de quinientos euros vale lo mismo que uno totalmente liso y nuevo. Podía
servirle para comprar la comida de tres meses, o hasta cuatro, si era precavida
y ahorraba lo suficiente. Bastaba para pagar el silencio de una persona durante
algún tiempo. Para muchos, quinientos euros era el precio de guardar un
secreto.
Natalia Smirnova, de veinte años,
yacía boca abajo sobre la nieve, con una mejilla contra la superficie gélida.
No sentía la punzada de la nieve helada en la piel. No sentía los glaciales
veinticinco grados bajo cero en sus orejas desprotegidas.
Maa vieras on ja kylmä kevät sen
Natalia, sua paleltaa (*)
(*).- Fragmento de la popular
canción finlandesa Natalia, con letra de Elvi Sinervo. Traducido del finlandés:
«Es un país extranjero y la primavera es fría; Natalia, estás helada». (N. del
T.)
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