PISTAS Y BARRO

El discurrir de la marcha se hace ameno cuando en el recorrido nos encontramos paisajes inolvidables. Caminos infinitos con trazados preciosos en donde el tiempo se detiene y el avance sobre ellos se convierte en la mejor de las carreras.

sábado, 22 de noviembre de 2014

El tiro silba en el aire y da en una cabeza que el silbido debió haber advertido y que, advertida, debió haberse precavido.

“Se ha sufrido muchas veces lo bastante para tener el derecho de no decir jamás: soy demasiado feliz”


Mientras tanto, Jean de Witt, al que hemos dejado subiendo la escalera de piedra después de su conversación con el carcelero Gryphus y su hija Rosa, había llegado a la puerta de la celda donde yacía sobre un colchón su hermano Corneille, al que el fiscal había hecho aplicar, como hemos dicho, la tortura preparatoria.
La sentencia del destierro había hecho inútil la aplicación de la tortura extraordinaria.
Corneille, echado sobre su lecho, con las muñecas dislocadas y los dedos rotos, no habiendo confesado nada de un crimen que no había cometido, acabó por respirar al fin, después de tres días de sufrimientos, al saber que los jueces de los que esperaba la muerte, habían tenido a bien no condenarlo más que al destierro.
Cuerpo enérgico, alma invencible, hubiera decepcionado a sus enemigos si éstos hubiesen podido, en las profundidades sombrías de la celda de la Buytenhoff, ver brillar sobre su pálido rostro la sonrisa del mártir que olvida el fango de la Tierra después de haber columbrado los resplandores del Cielo.

Jean y Corneille de Witt

Craeke reconoció desde lejos a Dordrecht, la ciudad alegre, al pie de su colina sembrada de molinos. Vio las bellas casas rojas con líneas blancas, bañando en el agua sus pies de ladrillos, y dejando flotar por los balcones abiertos sobre el río sus tapices de seda salpicados de flores de oro, maravillas de India y China, y al lado de aquellos tapices, esos grandes sedales, trampas permanentes para coger las voraces anguilas atraídas ante las viviendas por los desperdicios cotidianos que las cocinas lanzan al agua por sus ventanas.

Craeke reconoció desde lejos a Dordrecht, la ciudad alegre,
al pie de su colina sembrada de molinos

Logró pues, Van Baerle numerosos éxitos que le dieron cierta fama, y Boxtel desapareció para siempre de la lista de los tulipaneros notables de Holanda, y la tulipanería de Dordrecht fue representada por Cornelius Van Baerle, el modesto e inofensivo sabio.
Así, de la más humilde rama, el injerto hizo brotar los vástagos más orgullosos, como el escaramujo de cuatro pétalos incoloros dio origen a la rosa gigantesca y perfumada. Así las casas reales han nacido a veces en la choza de un leñador o en la cabaña de un pescador.
Van Baerle, entregado por entero a sus trabajos de semillero, de plantador, de cosechero, mimado por toda la tulipanería de Europa, ni siquiera sospechó que a su lado hubiera un desgraciado destronado, y que él era el usurpador. Continuó sus experimentos, y por consiguiente sus victorias, y en dos años cubrió sus plantabandas de especies tan maravillosas que puede decirse que nadie, excepto tal vez Shakespeare y Rubens, había creado tanto después de Dios.

...y la tulipanería de Dordrecht fue representada por Cornelius Van Baerle,
el modesto e inofensivo sabio.

Cornelius lo cogió, y en la segunda página -porque, como se recuerda, la primera había sido arrancada-, próximo a morir a su vez como su padrino, escribió con una mano no menos firme:

Este 23 de agosto de 1672, a punto de rendir, aunque inocente, mi alma a Dios sobre un cadalso, lego a Rosa Gryphus el único bien que me queda de todos mis bienes en este mundo, ya que los otros han sido confiscados; lego, digo, a Rosa Gryphus, tres bulbos que, en mi convicción profunda, deben dar en el mes de mayo próximo el gran tulipán negro, objeto del premio de cien mil florines ofrecido por la Sociedad de Haarlem, deseando que ella cobre esos cien mil florines en mi lugar y como mi única heredera, con la sola condición de casarse con un hombre joven de aproximadamente mi edad, que la ame y a quien ella ame, y de dar al gran tulipán negro que creará una nueva especie el nombre de Rosa Barloensis, es decir, su nombre y el mío reunidos.
¡Dios me halle en gracia y a ella en salud!
CORNELIUS VAN BAERLE.

¡Dios me halle en gracia y a ella en salud!

Cornelius se quedó muy quieto, pero esto no era para él más que un preludio.
Cuando la fatalidad comienza a realizar una mala obra, es raro que no prevenga caritativamente a su víctima, como un espadachín hace con su adversario para darle tiempo a ponerse en guardia.
Casi siempre, estos avisos emanan del instinto del hombre o de la complicidad de los objetos inanimados, a menudo menos inanimados de lo que generalmente se cree; casi siempre, decimos nosotros, estos avisos se desatienden.
El tiro silba en el aire y da en una cabeza que el silbido debió haber advertido y que, advertida, debió haberse precavido.

El tiro silba en el aire y da en una cabeza que el silbido debió haber advertido y que,
advertida, debió haberse precavido

En los días precedentes, la prisión se había hecho pesada, sombría, deprimente; oprimía con todo su peso al pobre prisionero. Sus muros eran negros, su aire era frío, los barrotes estaban dispuestos de forma que apenas dejaban pasar la luz del día.
Pero cuando Cornelius despertó al nuevo día, un rayo de sol matinal jugaba en los barrotes, los palomos hendían el aire con sus alas extendidas, mientras que otros se arrullaban amorosamente sobre el tejadillo de la ventana todavía cerrada.
Cornelius corrió hacia aquella ventana y la abrió; le pareció que la vida, la alegría, casi la libertad, entraban con ese rayo de sol en la sombría celda.
Es que el amor florecía y hacía florecer cada cosa a su alrededor; el amor, flor del cielo de otro brillo, perfumaba de forma distinta a todas las flores de la Tierra.

Cornelius corrió hacia aquella ventana y la abrió; le pareció que la vida, la alegría,
casi la libertad, entraban con ese rayo de sol en la sombría celda.

«Estaba escrito -pensó el pobre Cornelius-, que no daría mi nombre en este mundo ni a un niño, ni a una flor, ni a un libro, esas tres obligaciones de las que Dios impone una por lo menos, según se asegura, a todo hombre un poco organizado al que digna dejar gozar sobre la tierra de la propiedad de un alma y del usufructo de un cuerpo.»


Estaba escrito -pensó el pobre Cornelius-,
que no daría mi nombre en este mundo ni a un niño, ni a una flor, ni a un libro...

Finalmente, para combatir a los envidiosos del porvenir, a los que la Providencia tal vez no hubiera tenido el placer de desembarazarse de ellos como lo había hecho con Mynheer Isaac Boxtel, escribió encima de su puerta esta frase que De Grotius había grabado el día de su huida, en el muro de su prisión: “Se ha sufrido muchas veces lo bastante para tener el derecho de no decir jamás: soy demasiado feliz”.

“Se ha sufrido muchas veces lo bastante para tener el derecho de no decir jamás: soy demasiado feliz”.

Extraído del libro: "El Tulipán Negro"

Escrito por Alejandro Dumas

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