Llegan y se van, te vuelves y se han ido, como un rayo en el cielo, como un suspiro.
A continuación abrí la ventana y
salí al tejado de la posada. Desde allí solo tenía que dar un salto para llegar
a la panadería del otro lado del callejón.
El creciente de luna que brillaba
en el cielo me proporcionaba suficiente luz para ver sin ser visto. Y no es que
me preocupara mucho que alguien pudiera verme. Era cerca de medianoche, y las
calles estaban tranquilas. Además, es asombroso lo poco que la gente mira hacia
arriba.
Auri me esperaba sentada en una
ancha chimenea de ladrillo. Llevaba el vestido que yo le había comprado y
balanceaba distraídamente los pies descalzos mientras contemplaba las
estrellas. Su fino cabello formaba alrededor de su cabeza un haló que se
desplazaba con el más leve soplo de brisa.
Pisé con cuidado al centro de una
plancha de chapa del tejado. La plancha produjo un sonido hueco bajo mis pies,
como un lejano y melodioso tambor. Auri dejó de balancear los pies y se quedó
quieta como un conejillo asustado. Entonces me vio y sonrió. La saludé con la
mano.
Bajó de un salto de la chimenea y
vino corriendo hasta mí, la melena ondeando.
—Hola, Kvothe. —Dio un pasito
hacia atrás—. Hueles mal.
Compuse mi mejor sonrisa del día.
—Hola, Auri —dije—. Tú hueles
como una muchacha hermosa.
—Sí —coincidió ella, jovial.
Dio unos pasitos hacia un lado, y
luego otra vez hacia delante, de puntillas.
—¿Qué me has traído? —me
preguntó.
—Y tú, ¿qué me has traído?
—repliqué.
Ella sonrió.
—Tengo una manzana que piensa que
es una pera — dijo sosteniéndola en alto—. Y un bollo que piensa que es un gato.
Y una lechuga que piensa que es una lechuga.
—Entonces es una lechuga
inteligente.
—No mucho—dijo ella con una
risita delicada—. Si fuera inteligente, ¿por qué iba a pensar que era una
lechuga?
—¿Ni siquiera si fuera una
lechuga? —pregunté.
—Sobre todo si fuera una lechuga
—dijo ella—. Ya es mala pata ser una lechuga. Pero peor aún pensar que se es
una lechuga. —Sacudió la cabeza con tristeza, y su cabello siguió su
movimiento, como si flotara bajo el agua. Abrí mi hatillo.
—Te he traído patatas, media
calabaza y una botella de cerveza que piensa que es una hogaza de pan.
—¿Qué piensa que es la calabaza?
—me preguntó con curiosidad, contemplándola. Tenía las manos cogidas detrás de
la espalda.
—Sabe que es una calabaza —dije—.
Pero hace ver que es la puesta de sol.
—¿Y las patatas?
—Las patatas duermen —dije—. Y me
temo que están frías.
Auri me miró con unos ojos llenos
de dulzura.
—No tengas miedo —me dijo; alargó
una mano y posó brevemente los dedos sobre mi mejilla, y su caricia fue más
ligera que la caricia de una pluma—. Estoy aquí.
Estás a salvo.
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Auri me esperaba sentada en una ancha chimenea de ladrillo. Llevaba el vestido que yo le había comprado y balanceaba distraídamente los pies descalzos mientras contemplaba las estrellas. Su fino cabello formaba alrededor de su cabeza un haló que se desplazaba con el más leve soplo de brisa. |
Quizá penséis que los peores
recuerdos eran los del día que mataron a mi troupe. De cómo volví a nuestro
campamento y lo encontré todo en llamas. Las macabras siluetas de los cadáveres
de mis padres bajo la débil luz del crepúsculo. El olor a lona chamuscada y a
sangre y a pelo quemados. Mis recuerdos de quienes los habían asesinado. De los
Chandrian. Del hombre que habló conmigo, sin parar de sonreír. De Ceniza.
Eran malos recuerdos, pero a lo
largo de los años los había rescatado y los había examinado tan a menudo que ya
apenas me producían dolor. Recordaba el tono y el timbre de la voz de Haliax
con la misma claridad con que recordaba los de la voz de mi padre. Podía
visualizar sin dificultad el rostro de Ceniza. Aquella sonrisa que mostraba
unos dientes perfectos. Su cabello blanco y rizado. Sus ojos, negros como gotas
de tinta. Su voz, cargada de frío invernal, diciendo: «Sé de unos padres que
han estado cantando unas canciones que no hay que cantar».
Quizá penséis que esos eran los
peores recuerdos.
Pero os equivocáis. No. Los
peores recuerdos eran los de mis primeros años de vida. El lento balanceo y las
sacudidas del carromato, mi padre llevando las riendas sueltas. Sus fuertes
manos sobre mis hombros, mostrándome cómo debía colocarme sobre el escenario
para que mi cuerpo dijera «orgulloso», o «triste», o «tímido». Sus dedos
colocando bien los míos sobre las cuerdas de su laúd.
Mi madre cepillándome el cabello.
Sus brazos rodeándome. La perfección con que mi cabeza encajaba en la curva de
su cuello. Cómo por la noche me acurrucaba en su regazo junto al fuego,
adormilado, feliz y seguro.
Esos eran los peores recuerdos.
Preciosos y perfectos. Afilados como un bocado de cristales rotos.
Tumbado en la cama, tensaba todos
los músculos de mi cuerpo hasta formar un nudo tembloroso, sin poder dormir,
sin poder pensar en otras cosas, sin poder dejar de recordar. Otra vez. Y otra.
Y otra.
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Quizá penséis que los peores recuerdos eran los del día que mataron a mi troupe. De cómo volví a nuestro campamento y lo encontré todo en llamas. |
La entrada de los Chandrian era
la única que no llevaba ilustración, por supuesto. En su lugar solo había una
página vacía enmarcada con volutas decorativas. El poema no aportaba
absolutamente nada:
De un sitio a otro
los Chandrian van,
Pero nunca dejan
rastro ni sabes dónde están.
Guardan sus secretos
con mucho cuidado,
pero nunca te arañan
ni te pegan un bocado.
No montan peleas ni
arman jaleos.
De hecho con nosotros
son bastante buenos.
Llegan y se van, te
vuelves y se han ido,
como un rayo en el
cielo, como un suspiro.
Pese a lo irritante que resultaba
un texto tan superficial, al menos dejaba algo muy claro: para el resto de la
gente, los Chandrian no eran más que cuentos de hadas infantiles. Tan irreales
como los engendros o los unicornios.
Yo sabía otra cosa, por supuesto.
Los había visto con mis propios ojos. Había hablado con Ceniza, el de los ojos
negros. Había visto a Haliax, envuelto en un manto de sombra.
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Yo sabía otra cosa, por supuesto. Los había visto con mis propios ojos. Había hablado con Ceniza, el de los ojos negros. Había visto a Haliax, envuelto en un manto de sombra. |
»Veamos —prosiguió Sleát
frotándose la cara—. Tocas bastante bien el laúd y eres más orgulloso que un
gato pateado. Eres descortés, mordaz y no muestras ningún respeto por tus
superiores, que dada tu humilde cuna de liante, son prácticamente todos.
Noté que me ponía rojo de ira; el
calor abrasador de mi cara se extendió rápidamente por todo mi cuerpo.
—Soy el mejor músico que jamás
conocerás o verás desde lejos —dije con una calma forzada—. Y soy Edena Ruh
hasta la médula. Lo que significa que mi sangre es roja. Significa que respiro
aire puro y camino por donde me llevan los pies. No me arrastro ni me acobardo
como un perro ante nadie por el hecho de que tenga un título.
Eso lo interpretan como orgullo
quienes se han pasado la vida lamiéndoles el culo a los demás.
Sleat compuso una sonrisa
perezosa, y comprendí que había mordido su anzuelo.
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Soy el mejor músico que jamás conocerás o verás desde lejos —dije con una calma forzada—. Y soy Edena Ruh hasta la médula |
Denna dio un resoplido muy poco
delicado.
—Es la pura verdad —dije—. Eres
mi penique reluciente en la cuneta. Vales más que la sal o que la luna una
larga noche de caminata. Eres un vino dulce en mi boca, una canción en mi
garganta, y la risa en mi corazón.
Denna se ruborizó, pero yo
continué, imperturbable:
—Eres demasiado buena para mí.
Eres un lujo que no puedo permitirme. A pesar de todo, insisto en que hoy
vengas conmigo. Te invitaré a cenar y pasaré horas hablando extasiado del
inmenso y maravilloso paisaje que eres tú.
Me puse de pie y la ayudé a
levantarse.
—Tocaré el laúd para ti. Te
cantaré canciones. Durante el resto de la tarde, nada ni nadie podrá
molestarnos. —Ladeé la cabeza convirtiéndolo en una pregunta.
Denna curvó los labios.
—Es una buena proposición —dijo—.
Me encantaría pasar una tarde alejada de todo.
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Eres mi penique reluciente en la cuneta. Vales más que la sal o que la luna una larga noche de caminata. Eres un vino dulce en mi boca, una canción en mi garganta, y la risa en mi corazón. |
Vi correr a alguien por el
muelle, hacia nosotros: era el hombre de rostro avinagrado que había pasado de
largo por el Puente de Piedra cuando estaba allí con Elodin.
Llevaba un fardo bajo un brazo.
—Ese debe de ser el marinero que
faltaba —me apresuré a decir—. Será mejor que suba a bordo. —Di un rápido
abrazo a Threpe y traté de alejarme antes de que pudiera darme otro consejo.
Pero él me cogió por la manga
antes de que me diera la vuelta.
—Ten cuidado por el camino —dijo
con expresión preocupada—. Recuerda que todo hombre sabio teme tres cosas: la
tormenta en el mar, la noche sin luna y la ira de un hombre amable.
El marinero pasó a nuestro lado y
recorrió la pasarela corriendo, sin importarle que las tablas rebotaran y
traquetearan bajo sus pies.
Sonreí a Threpe para
tranquilizarlo y seguí al marinero.
Dos hombres de rostro curtido
levantaron la pasarela, y le devolví a Threpe un último saludo con la mano.
Se vocearon órdenes, los hombres
se afanaron y el barco empezó a moverse. Me volví para mirar río abajo, hacia
Tarbean, hacia el mar.
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Se vocearon órdenes, los hombres se afanaron y el barco empezó a moverse.
Me volví para mirar río abajo, hacia Tarbean, hacia el mar.
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Felurian estiró un brazo y me
acarició los labios con la yema de un dedo, «puedes reírte cuanto quieras
mientras llena perdura, pero que sepas que hay una mitad más oscura.» Se separó
de mí sin soltarme la mano y tiró de mí por el agua formando un perezoso
espiral, «un mortal sagaz teme la noche que ni una pizca de esa dulce luz
derroche.»
Se llevó mi mano hacia el pecho,
girando y arrastrándome por el agua hacia ella, «un paso u otro en una noche
así, tan negra, podría meterte en la mitad oscura, o en su estela, y llevarte
hasta fata, aunque sea involuntariamente.» Se interrumpió y me miró con
seriedad, «donde tu estancia deberá ser permanente.»
Felurian dio un paso hacia atrás
en el agua, tirando de mí. «y en un terreno tan extraño e inusual, ¿cómo no va
a ahogarse un ser mortal?»
Di otro paso hacia ella y no
encontré nada bajo los pies. De pronto la mano de Felurian ya no estaba
entrelazada con la mía, y el agua negra se cerró sobre mi cabeza.
Atragantándome, ciego, empecé a agitar desesperadamente los brazos y las
piernas tratando de salir a la superficie.
Tras un largo y aterrador
momento, las manos de Felurian me sujetaron y me arrastraron hasta la
superficie como si yo no pesara más que un gatito. Me acercó a su cara, ante
sus ojos oscuros, duros y centelleantes.
Con voz
nítida, dijo: «hago esto para que escuches y no te quepa duda alguna, un hombre
sabio contempla con temor la noche sin luna».
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Felurian dio un paso hacia atrás en el agua, tirando de mí. «y en un terreno tan extraño e inusual, ¿cómo no va a ahogarse un ser mortal?» |
Pero ¿cómo es posible?, os
preguntaréis. ¿Cómo puede compararse una mujer mortal con Felurian?
Si lo pensáis en términos
musicales, es más fácil entenderlo. A veces un hombre disfruta oyendo una
sinfonía. Otras le apetece más una giga. Con el amor pasa lo mismo. Cierto tipo
de amor resulta adecuado para los mullidos almohadones de un claro crepuscular.
Otro resulta natural en el desorden de las sábanas de una cama estrecha en el
último piso de una posada. Cada mujer es como un instrumento, y espera que la
entiendan, la amen y la toquen con delicadeza, para por fin hacer sonar su
verdadera música.
Habrá quien se ofenda con esta
manera de ver las cosas, si no entiende cómo concibe la música un artista de
troupe. Habrá quien piense que degrado a las mujeres. Habrá quien me considere
insensible, grosero o zafio.
Pero esos no entienden el amor,
ni la música, ni me entienden a mí.
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Pero ¿cómo es posible?, os preguntaréis. ¿Cómo puede compararse una mujer mortal con Felurian? |
«Como el enemigo no podía vencer
mediante la fuerza, se movió como un gusano dentro de un fruto. El enemigo no
era del Lethani. Envenenó a otros siete contra el imperio, y olvidaron el
Lethani. Seis traicionaron a las ciudades que confiaban en ellos. Seis ciudades
cayeron y
sus nombres se olvidaron.
»Uno recordó el Lethani, y no
traicionó a una ciudad. Esa ciudad no cayó. Uno de ellos recordó el Lethani y
el imperio no perdió la esperanza. Con una ciudad en pie. Pero el nombre de esa
ciudad también se olvidó, y quedó enterrado en el tiempo.
»Pero se conservan siete nombres.
El nombre de uno y el de los seis que lo siguieron. Siete nombres se han conservado
tras el derrumbamiento del imperio, en la tierra rota y en el cielo cambiado.
Siete nombres se han conservado durante el largo deambular de Ademre. Siete nombres
se han conservado, los nombres de los siete traidores. Recuérdalos y conócelos
por sus siete señales:
Cyphus lleva la llama
azul.
Stercus es esclavo
del hierro.
Ferule, frío y de ojo
oscuro.
Usnea solo vive en la
podredumbre.
Dalcenti, gris, no
habla nunca.
La pálida Alenta trae
la peste.
El último es el señor
de los siete:
odiado. Perdido.
Insomne. Cuerdo.
Alaxel
lleva el yugo de la sombra.
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Siete nombres se han conservado durante el largo deambular de Ademre. Siete nombres se han conservado, los nombres de los siete traidores |
—Y ¿cómo ha sido, exactamente?
—preguntó Kvothe.
Cronista miró al posadero desde
el otro lado de la mesa, como si le hubiera sorprendido la pregunta.
—¿Exactamente? Yo no estoy aquí
para contar una historia. —Volvió a guardar el trapo en la cartera—. En pocas
palabras: me enfadé y me marché de la Universidad en busca de pastos más
verdes. Es lo mejor que he hecho en la vida. En un mes en el camino aprendí más
de lo que había aprendido con tres años de clases.
Kvothe asintió.
—Ya lo dijo Teccam: no hay hombre
valiente que nunca haya caminado cien kilómetros. Si quieres saber quién eres,
camina hasta que no haya nadie que sepa tu nombre. Viajar nos pone en nuestro
sitio, nos enseña más que ningún maestro, es amargo como una medicina, cruel como
un espejo. Un largo tramo de camino te enseñará más sobre ti mismo que cien
años de silenciosa introspección.
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Ya lo dijo Teccam: no hay hombre valiente que nunca haya caminado cien kilómetros. Si quieres saber quién eres, camina hasta que no haya nadie que sepa tu nombre. |
Extraído del libro: "El temor de un hombre sabio"
escrito por Patrick Rothfuss