PISTAS Y BARRO

El discurrir de la marcha se hace ameno cuando en el recorrido nos encontramos paisajes inolvidables. Caminos infinitos con trazados preciosos en donde el tiempo se detiene y el avance sobre ellos se convierte en la mejor de las carreras.

viernes, 13 de enero de 2012

Bajo la protección del león cavernario

Con asombro del Clan, los gestos del mago fueron diferentes cuando invocó a los espíritus para que asistieran al ritual. Eran los gestos que hacía cuando nombraba a un recién nacido a los siete días de su vida.
La niña extraña no sólo iba a saber cual era su tótem: ¡iba a ser adoptada por el Clan! Metiendo el dedo en la pasta, Mog-ur trazó una línea desde el medio de la frente, el lugar donde la gente del Clan tenía la unión de los arcos óseos de las cejas, hasta la punta de su naricilla.
—La niña se llama Ayla —dijo, pronunciando lentamente el nombre, con mucho cuidado, para que el Clan y los espíritus lo comprendieran.
Iza se volvió frente a la gente que presenciaba la ceremonia. La adopción de Ayla había resultado una sorpresa tan grande para ella como para el resto del Can, y la niña podía sentir cómo le palpitaba rápidamente el corazón. “Eso tiene que significar que es mi hija, mi primera hija — pensó ---. Sólo una madre sostiene a la criatura cuando le ponen nombre y la reconocen como miembro del Clan. ¿Hace siete días que me la encontré? Tendré que preguntárselo a Creb, pero creo que sí. Tiene que ser mi hija, ¿quién más podría ser su madre ahora?”
Todas las personas pasaron, una por una, delante de Iza que sostenía en brazos a la niña de cinco años, como si fuera un bebé, y cada una de ellas repitió su nombre con diversos grados de exactitud, Entonces Iza se volvió de frente al mago. Este alzó la mirada y llamó a los espíritus para que se reunieran una vez más. El Clan aguardaba a la expectativa. Mog-ur se percataba de su atención anhelante y la aprovechaba. Con movimientos lentos y deliberados, estirando el momento para que durara el suspenso, tomó un trocito de la pasta roja y aceitosa y pintó una línea directamente sobre uno de los arañazos casi curados que tenía Ayla en la pierna.
“¿Qué significa eso? ¿Qué tótem es ése?” El Clan expectante estaba intrigado. El hombre santo volvió a meter el dedo en la canasta roja y pintó una segunda línea en el arañazo siguiente. La niña sintió que Iza empezaba a temblar. Nadie más se movía, no se oía respirar a nadie. Con la tercera línea, Brun, con un ceño iracundo, intentó cruzar la mirada con el Mog-ur, pero el mago evadió el encuentro. Cuando se trazó la cuarta línea, todo el Clan lo sabía pero no quería creerlo. Al fin y al cabo, no en esa la pierna. Mog-ur volvió la cabeza y miró directamente a Brun al hacer el gesto final.
—Espíritu del León Cavernario, la niña Ayla queda bajo tu protección.
El movimiento oficial de la mano apartó la última duda. Cuando Mog-ur pasó el amuletopor  la cabeza de la niña, las manos de los miembros del Clan se agitaban revelando una sorpresa escandalizada. “¿Era posible? ¿Podía corresponder a una niña uno de los tótems masculinos más fuertes? ¿El León Cavernario?”
La mirada de Creb se sumió en los ojos iracundos de su hermano con firmeza e indiferencia. Por un instante las dos voluntades libraron una silenciosa batalla. Pero Mog-ur sabía que la lógica de un tótem de León Cavernario para la niña era implacable; por ilógica que pareciera en una mujer la protección de un espíritu tan fuerte. Mog-ur sólo había subrayado lo que el propio León Cavernario había hecho. Brun no había puesto nunca anteriormente en tela de juicio las revelaciones de su hermano tullido pero por alguna razón se sintió engañado por el mago. No le gustaba, pero tenía que admitir que nunca había visto que un tótem estuviera obviamente corroborado. Fue el primero en apartar la mirada, pero no se sentía feliz.


Extraído de EL CLAN DEL OSO CAVERNARIO por Jean M. Auel

miércoles, 11 de enero de 2012

Una llamada en la noche

El comisario John Bielefeld se sobresaltó al oír su teléfono móvil. Lo vio brillar en la oscuridad, y cuando logró encontrar el interruptor de la luz comprendió que no estaba en su cama, sino en algún hotel. En España. En la ciudad de Antigua. Mientras respondía con voz somnolienta, le asaltaron las ráfagas del viaje desde Nueva York. Todavía se sobresaltó más al reconocer a su interlocutor, el arzobispo Luigi Presti. Inconfundible, con sus silbantes eses arrastrándose entre dientes:
—Disculpe por despertarle tan temprano, señor Bielefeld, pero tiene que venir enseguida.
El comisario se apretó las sienes con la mano izquierda y recorrió las profundas arrugas de su frente, intentando reaccionar. Una llamada de Presti sólo podía significar problemas graves. Recibía el eufemístico tratamiento oficial de nuncio apostolico con incarichi speciali. Pero todo el mundo lo conocía como «el espía del Papa». El jefe de la policía secreta del Vaticano.
—¿Qué sucede? —acertó a articular.
—Escuche.
Apretó el teléfono contra el pabellón de la oreja, intentando discernir aquellos sonidos que le llegaban en oleadas de interferencias. Y tan escalofriantes que parecían proceder de una terrible agonía.
—¡Dios mío! ¿Desde dónde me llama, monseñor?
—Desde la Plaza Mayor.
—¿Qué es lo que está pasando? ¿De dónde salen esos ruidos?
—De la propia plaza.
—Está bien —aceptó resignado—. Voy para allá.
—Espere un momento. Necesito que me haga un favor. Pase antes por el convento de los Milagros y recoja a Sara Toledano. No venga sin ella.
Así que ése era el verdadero objeto de la llamada. Más problemas. El arzobispo interpretó su silencio como una reticencia. Y añadió con aquel deje de violencia contenida, tan suyo:
—¿Pero es que no se da cuenta, comisario? Está sucediendo exactamente lo que Sara predijo, lo que anda investigando en ese proceso inquisitorial del archivo del convento. ¿Cómo se llama ese individuo del siglo xvi…?
—Raimundo Randa… De acuerdo. Pasaré por el convento, la recogeré, y nos reuniremos con usted en la Plaza Mayor.
—No tarden.
El comisario John Bielefeld miró el reloj mientras trataba de espabilarse. Eran las cinco y media de la madrugada. Le bastó una breve ducha para reconciliarse con su corpulenta envergadura. A medida que se aproximaba al espejo y se despejaba el vaho, éste le devolvió su rostro de rotundos trazos, nariz aplastada de boxeador, la piel curtida y terrosa, los azules ojos mal dormidos al fondo de unas amplias bolsas. Suspiró, preguntándose qué hacía él tan lejos de casa y tan cerca de un nuevo embrollo. Recogió sus acreditaciones y salió al pasillo. Mientras esperaba el ascensor se lo pensó mejor, regresó a la habitación, abrió el armario y pulsó la combinación de la pequeña caja fuerte. Apartó los tres sobres numerados que había en su interior, con el nombre de cada destinatario escrito con la picuda e inconfundible letra de Sara Toledano. Y cogió la pistola.
«Tal como vienen las cosas —pensó—, más vale andarse con cuidado».
Cuando salió al vestíbulo del hotel, todo parecía tranquilo. Apretó el paso para no dar explicaciones al agente español que servía de enlace con la delegación americana. Una vez en el patio, rechazó también el concurso del chófer de guardia, que esperaba con un reluciente Mercedes negro. Le pidió las llaves y se dispuso a conducirlo él mismo.

Extraído del libro: "La Llave Maestra"
Autor: Agustín Sánchez Vidal