PISTAS Y BARRO

El discurrir de la marcha se hace ameno cuando en el recorrido nos encontramos paisajes inolvidables. Caminos infinitos con trazados preciosos en donde el tiempo se detiene y el avance sobre ellos se convierte en la mejor de las carreras.

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viernes, 24 de enero de 2014

No era el hombre mas honesto ni el mas piadoso pero era un hombre valiente

 “No era el hombre mas honesto ni el mas piadoso pero era un hombre valiente. Se llamaba Diego Alatriste y Tenorio, y había luchado como soldado de los tercios viejos en las guerras de Flandes. Cuando lo conocí malvivía en Madrid, alquilándose por cuatro maravedís en trabajos de poco lustre, a menudo en calidad de espadachín por cuenta de otros que no tenían la destreza o los arrestos para solventar sus propias querellas”.


Extraido del libro: “El Capitán Alatriste”


Escrito por Arturo Pérez Reverte.


El libro ha sido llevado al cine en el año 2.006 con el título de: “Alatriste”
Dirección.- Agustín Díaz Yanes
Producción.- Antonio Cardenal
Guion.- Arturo Pérez-Reverte
Música.- Roque Baños
Protagonistas.- Viggo Mortensen, Unax Ugalde, Javier Cámara, Eduardo Noriega y Juan Echanove
   


sábado, 3 de agosto de 2013

No habrá guerra ni fusilamientos, ni mulas molas ni santos alzamientos, ni francos generales ni poetas muertos, ni negras escuadras ni cementerios negros

 “A una determinada edad las normas determinan que se es viejo, no útil; pero si los años mejores y la plenitud de la vida se han entregado a un único destino, al abandonarlo un hilo se rompe, y no es posible alimentarse de la misma ilusión; como el recién nacido que sin quererlo, es empujado con esfuerzo a la única salida de un paraíso al que ya no podrá volver, y lo anuncia con llanto”.
Extraído de “Granada en Cuento”; fragmento de Pedro Enríquez.

La Alhambra de Granada desde el Mirador del Sacromonte
“Déjalo ya, tuve que decirle, en la historia que tu inventes no habrá guerra ni fusilamientos, ni mulas molas ni santos alzamientos, ni francos generales ni poetas muertos, ni negras escuadras ni cementerios negros”.
 Extraído de “Granada en Cuento”; fragmento de Eduardo Castro.

Panorámica de Granada desde el Mirador de San Miguel Bajo

Extraído de "Granada en Cuento"
Antología con la participación de:
Pedro Enríquez, Eduardo Castro, José Saramago, Antonio Muñoz Molina, Justo Navarro y otros

sábado, 9 de febrero de 2013

En tu ausencia han ocurrido cosas

Hablaron del poblado.
—En tu ausencia han ocurrido cosas —dijo Urcebas.
—Alguna noticia nos llegó —dijo Zumel—. Un mercader nos habló de la guerra entre Kastul y Cobol. No nos pareció ninguna novedad. En el Baitis no pasa mucho tiempo sin que estalle alguna trifulca.


Toro íbero de Porcuna (Cobol, la tierra de "los legañosos")


Yacimiento arqueológico en Linares (Kastul, tierra de "los barrigaprietas")
La ciudad de Jaén: Auri, tierra de "los pollicas"

—Esta que te digo fue peor. Todo el Baitis en armas por un burro sarnoso. Los de Zubión salimos tan malparados que todavía no nos hemos recuperado.


Restos de Zubión, tierra de "los moñúos" (Puente Tablas - Jaén)

—¿Tanto fue?
—Las tres estirpes aristocráticas del pueblo perecieron. Los Bartares y los Caikombe perdieron a todos sus hijos. Los Cerinnos salieron mejor parados pues su jefe, Turrillo, no pereció y, libre de competidores, pudo erigirse en príncipe de Zubión. No quedó familia, por humilde que fuera, que no perdiera a alguien. Puedes imaginarte los funerales: algunas viudas se quitaron la vida sobre sus difuntos y lasque tenían niños pequeños y no podían inmolarse se arañaban los pechos y aullaban por las esquinas, especialmente la del Alortoguis, el gordo, con lo poco que lo quería. Los que no murieron se revolcaron en ceniza y se hirieron en los juegos funerarios para honrar a los muertos.
—Espero que sirviera de lección —dijo Zumel.
—No. No sirvió de nada —continuó Urcebas—. El patriarca de cada casta doliente sigue reclamando venganza y los huérfanos que van saliendo del cascarón hombrean en la palestra preparándose para otra guerra. ¡No sé qué le pasa a nuestra gente que no parece sino que nos hiede la vida!
Zumel se encogió de hombros. Aquella obsesión por el valor y la violencia le era familiar, aunque también le resultara ajena y remota. Había participado en guerras mucho más sangrientas que las contiendas entre los poblados del valle, guerras que movilizaban a decenas de miles de hombres y dejaban montones de muertos en el campo. No le asustaba la sangre ni la violencia. Pero sus conversaciones de tantos años con Nomandros el griego le habían aclarado el juicio sobre el absurdo de la guerra.


El guerrero íbero

—¿Hay alguna sinrazón mayor que la de ver a los padres enterrando a sus hijos, cuando debería ser al contrario, que los hijos entierren a sus padres muertos en la apacible vejez? —se preguntaba Nomandros.
Zumel conocía a su gente. La estimación del valor los arrastraba a menudo a proferir bravatas que luego se veían obligados a sostener con las armas en la mano. En las asambleas eran siempre los viejos más belicosos los que avasallaban a los conciliadores y nunca faltaba algún exaltado que rompiera su vara golpeando la tarima del heraldo.
—En pocos días, todo el valle en pie de guerra —seguía contando el pastor— ¡Por una burra asquerosa que no valía un cenacho de grano! Con los pollicas se aliaron los marraos, los culopicúos y los atacaos.
—¿Y con los moñúos? —inquirió Zumel.
—Los cagaos, los  follacabras y los legañosos. Cuando los barrigaprietas vieron que los legañosos estaban en la refriega, como los tienen tan atragantados desde lo del secuestro y el forzamiento de las   pelonas, no tardaron en sumarse a los  pollicas (1). La guerra se extendió por todo el Baitis. Hubo un encuentro delante de las puertas de Mardo, en el que murió mucha gente de un lado y de otro, entre ellos mi pariente Antilo, ¿te acuerdas de él? El que tenía una hija bisoja. Los legañosos contrataron honderos forasteros, unos cabrones vestidos de pieles, con la cara pintada de hollín, que te descalabran y te echan los sesos fuera a doscientos pasos.


La Guardia, provincia de Jaén (Bastia). Sus pobladores se denominaban "los follacabras"

—En Sicilia había muchos.
—Entonces ya sabes de lo que hablo. Las reyertas, los acechos, las celadas, los saqueos, los incendios, los degüellos, los secuestros..., duraron hasta que se agotaron los graneros y algunos se comieron la simiente y el corral. Y de todo eso, ¿sabes lo que se sacó en limpio?... Nada. Un montón de muertos en la angarilla o en la pira. —Removió las ascuas y se quedó pensativo—. A Arbisca, ¿te acuerdas de él, el campeón de Mardo?, lo mató Bilistejo, el campeón de Bastia, y le hizo la mariposa (2). Y al final de todo, ¿sabes qué? Un buen día, un quesero culopicúo que cosechaba cardos en la fronda encontró los huesos de la pollina que había causado la guerra, y se aclaró que no la había robado nadie, sino que se había destrabado, se había metido en el encinar y la habían devorado los lobos. Ya para entonces fue tarde, y como todos estaban tan encabronados, hasta se habían olvidado de la causa de la guerra.


La mariposa, la ancestral modalidad sacrificial de los íberos

El pastor hubiera seguido contando los avatares del conflicto, los éxitos y los reveses de cada poblado, los héroes muertos, las hazañas y los prodigios y presagios, pero Zumel lo interrumpió.
—Déjalo, Urcebas. Ya vengo de varias guerras y no quiero saber de otras. Háblame de la gente. ¿Qué ha sido de Belasia, la de Durato, el de la tenería? ¿Se ha casado?
El pastor sonrió resignado. Estaba temiendo que su amigo le formulara aquella pregunta.
—No. No se ha casado, pero tiene un hijo de nueve o diez años. —Titubeó antes de proseguir—. Un hijo de Turrillo —añadió en un tono casi inaudible.
Zumel se esforzó en encajar la noticia con aire indiferente, aunque la desazón se reflejó en su semblante. Así que Turrillo, el amigo de su infancia, al que él generosamente cedió la gloria de matar al lobo rey, le había arrebatado a la mujer. Turrillo, el hijo del principal régulo del pueblo al que el padre de Zumel servía como pastor y, en tiempos de guerra, como yegüero u hombre de armas.

(1).- En los círculos académicos existe cierta discrepancia sobre la identificación de estos grupos tribales. Juzgando por las fuentes epigráficas, todavía escasas e inseguras (debido a la complejidad dialectal de las lenguas ibéricas), podríamos adelantar, como mera hipótesis de trabajo, siempre con las debidas cautelas y sujetos a una revisión posterior a la luz de nuevos estudios, que, al parecer, los moñúos pudieran identificarse con los habitantes de Zubión (¿Puente de Tablas?) mientras que los pollicas serían los de Auri o Aurgi (Jaén); las alianzas entre clanes, tribus y pueblos ibéricos eran bastante volátiles, pero, por distintos indicios, se podría conjeturar o, en su caso, deducir que no sería excesivamente aventurado identificar a los cagaos con los habitantes del pueblo de Talaya (cerca de Fuerte del Rey); los follacabras con los de Bastia (cerca de La Guardia); los legañosos con los de Cobol (después Obulco, hoy Porcuna); los atacaos con los de Mardo (quizá Villargordo); los barrigaprietas con los de Kastul (¿Cástulo, cerca de Linares?); los yeseros con los de Urgaba (Arjona, quizá); los  perdigones con los de Baesuci (Vilches); los culopicúos con los de Orisia (Giribaile), y los mocosos con los de Turgi (Iliturgi, cerca de la moderna Mengíbar).

España Ibera, s IV a.C.


Los pueblos del Alto Baitis

(2).- La mariposa, una ancestral modalidad sacrificial, consistía en arrancar en vivo los pulmones del caído y desplegárselos sobre la espalda como si fueran alas. Los moñúos preferían el «nudo malo», consistente en seccionar el escroto del prisionero, extraerle los testículos y hacérselos tragar. Los testículos obturaban la garganta y el condenado moría por asfixia. El método de ejecución de los culopicúos difería de los anteriores: se aplicaba en el vientre del condenado un tubo de cerámica con una rata o un hurón dentro y en el otro extremo se introducía una placa de hierro candente. El angustiado animal escapaba abriéndose paso a mordiscos a través del estómago del condenado. Por su parte, los legañosos despellejaban al reo las plantas de los pies, restregaban sal sobre la herida y ataban cerca una cabra para que se los lamiera; los barrigaprietas desnudaban al condenado, lo embadurnaban con manteca, lo envolvían en una piel fresca de cerdo o de cualquier otro animal grande y lo enterraban hasta el cuello para que lo devoraran vivo los gusanos y las hormigas.


Extraído del libro: "Rey Lobo"
de Juan Eslava Galán


Web recomendada.- http://www.viajealtiempodelosiberos.com

miércoles, 13 de julio de 2011

Entre reveses militares, absurdos políticos y desvaríos religiosos, el patriotismo ciego y salvaje

Los estampidos estremecen el suelo y hacen temblar los parapetos de tablas, cestones y fajinas. Acurrucado en uno de ellos, mirando con un catalejo de mano a través de una tronera, Desfosseux mantiene la lente del visor a razonable distancia de su ojo derecho, desde que un impacto de artillería, que lo hizo temblar todo, estuvo a punto de incrustársela en el globo ocular.
Lleva día y medio sin dormir, sin comer otra cosa que pan de munición duro y seco, ni beber más que agua turbia; pues con el bombardeo, que ha puesto a varios soldados con las tripas al aire, no hay vivandero que se atreva a moverse al descubierto. El capitán está sucio, sudoroso, y una capa del polvo levantado por las explosiones le cubre el pelo, la cara y la ropa. No puede verse, pero basta echar un vistazo a cualquiera de los que andan cerca para adivinar que tiene el mismo aspecto demacrado, hambriento y miserable, con esos ojos enrojecidos lagrimeando polvo líquido que deja surcos en los rostros convertidos en máscaras de tierra.
El capitán dirige el catalejo hacia Puntales, pequeño y compacto tras sus muros asentados en las rocas negras del arrecife que empieza a descubrir la bajamar.
Visto desde este lado de la franja de agua, flanqueado milla y media a la derecha por la inmensa fortificación de la Puerta de Tierra y a la izquierda por la no menos sólida y aparatosa de la Cortadura, el fuerte español parece la proa de un barco obstinado e inmóvil, con las seis troneras artilladas de la parte frontal orientadas hacia el lugar desde el que observa Desfosseux.
A intervalos, con metódica regularidad, una de esas troneras se ilumina con un fogonazo; y tras el estampido, a los pocos instantes, llega el reventar de un proyectil enemigo, granada o bomba de hierro macizo, golpeando sobre la batería francesa. Tampoco los artilleros imperiales están mano sobre mano, y el fuego regular de los cañones de asedio de 24 y 18 libras y los obuses de 8 pulgadas levanta polvaredas en cada impacto sobre el fuerte español, velando a ratos la desafiante bandera —los defensores izan una nueva cada cuatro o cinco días, hecha jirones la anterior por la metralla— que puede verse ondear en lo alto.
Hace tiempo que el capitán admira, de profesional a profesional, el sólido talante de los artilleros del otro lado. Curtidos por dieciocho meses de bombardeo propio y ajeno, allí han desarrollado una pericia y una tenacidad a toda prueba. Eso le parece a Desfosseux natural en los españoles: perezosos, indisciplinados y poco firmes en campo abierto, son muy audaces cuando la soberbia o la pasión de matar los arrebatan, y su carácter sufrido y orgulloso los hace temibles en la defensa. Oscilan así, continuamente, entre sus reveses militares, sus absurdos políticos y sus desvaríos religiosos, de una parte, y el patriotismo ciego y salvaje, la constancia casi suicida y el odio al enemigo, de la otra. El fuerte de Puntales es un ejemplo evidente. Su guarnición vive enterrada bajo continuo cañoneo francés, pero no deja de devolver, implacable, bomba por bomba.
Una de ellas cae en este momento en el baluarte contiguo, cerca de los cañones de 18 libras. Es una granada negra —casi se ha visto venir por el aire — que golpea en el borde del parapeto superior, rebota y cae rodando junto a un espaldón de tierra y cestones, dejando el rastro humeante de su espoleta a punto de estallar. El capitán, que se ha incorporado ligeramente para ver dónde caía, escucha los gritos de los artilleros de la pieza más próxima, que se tiran a la tablazón que soporta las cureñas o se resguardan donde pueden. Luego, mientras Desfosseux agacha la cabeza y se encoge junto a su tronera, el reventar de la carga explosiva estremece el baluarte, y una paletada de tierra, astillas y cascotes cae por todas partes. Todavía llueve tierra cuando empieza a oírse un alarido desgarrado y largo. Cuando el capitán levanta de nuevo la cabeza, ve cómo entre varios hombres se llevan al que grita: un artillero cuyo muñón en un muslo —el resto de la pierna ha desaparecido— va dejando un rastro de sangre.
—           ¡Duro con esos bandidos! —grita el teniente Bertoldi, que se incorpora entre los artilleros, animándolos —. ¡Ojo por ojo!... ¡Venguemos al compañero!

Buenos chicos, se dice Desfosseux, viendo a los soldados agruparse en torno a los cañones, cargar, apuntar y disparar de nuevo. Con lo que llevan pasado aquí, y lo que les espera, y todavía son capaces de alentarse unos a otros, haciendo gala de la valerosa resignación ante lo inevitable que caracteriza al soldado francés. Incluso después de año y medio atascados en el pudridero de vidas y esperanzas que es Cádiz, culo de Europa y úlcera del Imperio, con la maldita España rebelde reducida a una isla inconquistable.
El cañoneo se vuelve ahora furioso en el baluarte, incrementando su cadencia —es necesario abrir mucho la boca para que no revienten los tímpanos -, y Puntales apenas puede verse entre la polvareda que levantan los impactos que recibe, uno tras otro, acallando sus fuegos durante un rato.

—           Se hace lo que se puede, mi capitán

“El Asedio” de Arturo Pérez Reverté.