PISTAS Y BARRO

El discurrir de la marcha se hace ameno cuando en el recorrido nos encontramos paisajes inolvidables. Caminos infinitos con trazados preciosos en donde el tiempo se detiene y el avance sobre ellos se convierte en la mejor de las carreras.

viernes, 13 de marzo de 2015

Quince minutos antes, todo era posible aún. El mundo parecía hermoso y dejaba entrever un futuro brillante, plácido y libre.


Érase una vez un día de invierno en el que los copos de nieve caían como plumas del cielo.
Una reina estaba sentada cosiendo junto a una ventana con un marco de ébano y cosía. Mientras cosía y observaba la nieve, se pinchó con la aguja en el dedo y tres gotas de sangre cayeron. Y como el rojo se veía tan bello sobre la blanca nieve pensó: «¡Ojalá tuviese una niña tan blanca como la nieve, tan roja como la sangre y tan negra como el ébano!».


La nieve relucía, blanca, en el suelo. Quince minutos antes, una nueva capa, limpia y blanda, se había depositado sobre la anterior. Quince minutos antes, todo era posible aún. El mundo parecía hermoso y dejaba entrever un futuro brillante, plácido y libre. El futuro, por el que valía la pena correr un gran riesgo, jugárselo todo, intentar liberarse para siempre.

Quince minutos antes, una nevada ligera y suave había extendido un fino manto sobre la nieve vieja. Después dejó de nevar tan de repente como había empezado, y un rayo de sol fugaz apareció entre las nubes. En todo el invierno no se había visto un día tan bonito como aquel. Entonces, el rojo se mezclaba cada vez más con el blanco. Se extendía e iba ganando terreno; se deslizaba a través de la nieve cristalina y la teñía a su paso. Una parte del rojo había caído más lejos y había salpicado la nieve. Era de un color tan vivo que, de tener voz, habría gritado.

Natalia Smirnova miraba fijamente la nieve con sus ojos marrones, pero no veía nada. No pensaba en nada. No esperaba nada. No tenía miedo de nada.

Diez minutos antes, Natalia había tenido más esperanzas y más miedo que nunca en su vida. Con las manos temblorosas, había llenado su bolso Louis Vuitton auténtico con un montón de billetes. Había aguzado el oído para oír el más mínimo ruido. Había intentado tranquilizarse y decirse a sí misma que no corría ningún peligro. Ella misma lo había planeado todo. Pero, al mismo tiempo, también sabía que ningún plan era infalible. Un ligero empujón podía derrumbar toda la obra, planificada al detalle durante meses.

En el bolso tenía el pasaporte y un billete de avión para Moscú. No se llevaba nada más. En el aeropuerto de Moscú, su hermano la estaría esperando con un coche de alquiler. La llevaría a una casa de campo, que solo conocían unas pocas personas, a cientos de kilómetros. Allí estarían su madre y Olga, su hija de tres años, a la que hacía más de uno que no veía. ¿La recordaría la niña? Ya tendrían tiempo para volver a conocerse en aquella casa; se refugiarían allí durante uno o dos meses. Todo el tiempo que fuese necesario para poder sentirse fuera de peligro. Todo el tiempo necesario para que se olvidaran de ella.

Natalia había ahuyentado la voz insistente que, en su interior, le decía que no se olvidarían de ella, que no la dejarían escapar. Se había convencido de que ella no era tan importante, de que en cualquier momento encontrarían a otra que la sustituiría. No se tomarían las molestias de ir a buscarla a su escondite.

En aquellos asuntos siempre había alguien que desaparecía. A veces, llevándose el dinero. Formaba parte de los riesgos del negocio; pérdidas inevitables, exactamente igual que la fruta que se pudre en la tienda y que hay que tirar a la basura.

Natalia no había contado el dinero. Había embutido en el bolso tantos billetes como había podido. Algunos estaban arrugados, pero eso no tenía ninguna importancia. Un billete arrugado de quinientos euros vale lo mismo que uno totalmente liso y nuevo. Podía servirle para comprar la comida de tres meses, o hasta cuatro, si era precavida y ahorraba lo suficiente. Bastaba para pagar el silencio de una persona durante algún tiempo. Para muchos, quinientos euros era el precio de guardar un secreto.

Natalia Smirnova, de veinte años, yacía boca abajo sobre la nieve, con una mejilla contra la superficie gélida. No sentía la punzada de la nieve helada en la piel. No sentía los glaciales veinticinco grados bajo cero en sus orejas desprotegidas.

Maa vieras on ja kylmä kevät sen
Natalia, sua paleltaa (*)

(*).- Fragmento de la popular canción finlandesa Natalia, con letra de Elvi Sinervo. Traducido del finlandés: «Es un país extranjero y la primavera es fría; Natalia, estás helada». (N. del T.)




Extraído del libro: "Rojo como la sangre"

Escrito por Salla Simukka

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