...Para muestra ya está bien. Así eran los remotos habitantes
de la Península. Si en algo se parecían entre ellos era en ser gentes de pelo
en pecho. Los crucificaban y seguían cantando, caía el jefe y se suicidaban
sobre su tumba, despreciaban la vida y amaban la guerra sobre todas las cosas.
La de vueltas que ha tenido que dar el mundo para que ahora sus descendientes
se nieguen a ejercer el noble oficio de las armas, y el ejército se vea
obligado a contratar mercenarios extranjeros.
Guerreros Íberos
Tanta rudeza era compatible con el amor a la belleza e
incluso con cierta tendencia a recargar la ornamentación. Recuerde el lector a
la Dama de Elche. En realidad, si nos fijamos en el tocado femenino, había para
todos los gustos, según tribus, desde aquellas en las que, como Rita Hayworth,
ampliaban la frente afeitándosela, hasta las que se enrollaban el cabello y
formaban sobre la cabeza un tocado fálico, dos usos que perduraron hasta, al
menos, el siglo xvii en el País Vasco.
La Dama de Elche
En esta Babel de tribus no existía conciencia alguna de
globalidad. Fueron los buhoneros fenicios y griegos, llegados al reclamo de
nuestras grandes riquezas minerales, quienes consideraron la Península como una
unidad, los primeros que percibieron que, por encima de la rica variedad de sus
hombres y sus paisajes, aquello era España.
Fenicios
¿España? Sí, escéptico, lector: ESPAÑA. Ya entonces se llamaba
España. La hermosa palabra fue usada por los navegantes fenicios, a los que
llamó la atención la cantidad de conejos que se veían por todas partes. Por
eso, la denominaron i—shepham—im; es decir: «el país de los conejos», de la
palabra shapán, «cone-jo». No el león, no el águila: durante mucho tiempo el humilde,
evocador y eufemístico conejo fue el animal simbólico de España, su tótem
peludo, escarbador e inquieto. El conejo se acuñaba en las monedas y aparecía
en las alusiones más o menos poéticas; la caniculosa Celtiberia, como la llama
Catulo (Carm. 37,18), es decir, la conejera, España la de los buenos conejos.
Conejos
No era el simpático roedor el único bicho que llamaba la
atención por su abundancia. Los griegos también llamaron a la Península
Ophioússa, que significa «tierra de serpientes». No obstante, para no espantar
al turismo, prefirieron olvidarse de este nombrecito y adoptar el de Iberia, es
decir la tierra del río Iber (por un riachuelo de la provincia de Huelva,
probablemente el río Piedras, al que luego destronó el Ebro, que también se
llamaba Iber). No obstante, el nombre que más arraigó fue el fenicio, el de los
conejos, que fue adoptado por los romanos en sus formas Hispania y Spania. De
esta última procede España, bellísimo nombre que durante mucho tiempo sólo tuvo
connotaciones geográficas, no políticas. Por eso, el gran escritor luso Camoens
no tiene inconveniente en llamar a los portugueses «gente fortissima de
Espanha».
Hispania
«España —escribió Estrabón—, se parece a una piel de toro
extendida... Casi toda ella está cubierta de montes, bosques y llanuras de
suelo pobre y desigualmente regado. El norte es muy frío; por ser muy accidentado
y estar al lado del mar, se encuentra incomunicado respecto a las demás
tierras, así que resulta inhóspito. El sur es, casi todo él, fértil,
especialmente la zona próxima al estrecho de Gibraltar.»
El toro
Durante bastante tiempo esta tierra de conejos estuvo más
abierta a África que al resto de Europa. La verdad es que los doce kilómetros
del estrecho de Gibraltar resultaban más fáciles de salvar que los escarpados
Pirineos. De hecho, los iberos procedían del mismo tronco que los bereberes
africanos, y los romanos incluso consideraron su colonia marroquí, la
Mauritania Tingitania, una provincia de Hispania. Del mismo modo, Fernando III
el Santo, el rey más despabilado de nuestra historia, consideraba natural
continuar la reconquista en tierra africana. De no haber muerto cuando
preparaba la expedición, quién sabe si ahora parte del Magreb sería cristiano...
Fernando III el Santo
Extraido del libro de Juan Eslava Galán:
“HISTORIA DE ESPAÑA CONTADA PARA
ESCÉPTICOS”
La Dama de Elche es un busto íbero tallado en piedra caliza que se data entre los siglos V y IV a. C.
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