Esta obra no es sólo un edificio de piedra y argamasa, es un homenaje a la belleza, el símbolo más sabio y más sagrado de la hermosura de la luz de Dios.
La Catedral de León
Catedral de Burgos
Esta obra no es sólo un edificio de piedra y argamasa, es un homenaje a la belleza, el símbolo más sabio y más sagrado de la hermosura de la luz de Dios.
Por eso, querido sobrino, es tan
importante saber determinar la armonía en las proporciones de nuestras obras,
porque a través de ellas vamos a mostrar la armonía de Dios, su número divino.
Ése es el secreto de esta catedral: está construida siguiendo las proporciones
del número áureo, el que Dios eligió para construir el universo. Sólo nosotros,
los maestros de obra, lo conocemos, y no debemos confiarlo a nadie que no sea
capaz de guardar la confianza que en cada uno de nosotros deposita nuestra
hermandad.
Escucha bien: ese número es la
unidad y su relación constante con dos tercios de la unidad más la unidad
misma. Así ha construido Dios el mundo, y así nos ha encargado que construyamos
sus templos. Somos la mano de Dios.
- Decía a Luis de Rouen a su sobrino, Enrique de Rouen
Ya sé a qué os referíais, Don
Luis, pero ni siquiera esta catedral será eterna.
Las obras de los hombres están
destinadas a desaparecer: obras y cuerpos, todo viene del polvo y al polvo
volverá; sólo Dios permanece, y con él, su luz. El hombre puede disfrutar de la
grandeza de Dios, contemplarla y admirarla, y esta catedral es el ejemplo de lo
que digo. Cuando Dios lo quiera, mis huesos y mi carne apenas serán polvo que
alimentará la tierra; cuando el Creador lo decida, esta estatua volverá a la
piedra amorfa y mineral de donde surgió; sólo permanece el alma que Dios nos ha
dado, don Luis; sólo el alma es inmortal.
- No sé; en el libro Primero de
los Reyes se dice que el rey Salomón decidió por su cuenta erigir un templo en
Jerusalén en honor de Dios. A diferencia de las dos arcas, cuyas medidas fueron
indicadas con precisión por el Señor el templo lo edificó Salomón a su
criterio. Y lo hizo empleando medidas más simples; humanas, podríamos decir.
Utilizó la medida de la anchura del templo como referencia: así, para la
longitud la multiplicó por tres, y en cuanto a la altura, le sumó a la anchura
su mitad; sencillo es decir, humano.
- Pero el número de Dios no
parece responder a las medidas de esta catedral, siempre me has dicho que iba a
ser más grande y que...
- Claro. Nosotros ideamos catedrales
con las proporciones del número de Dios, pero luego los hombres y sus obispos
disponen, como Salomón. A pesar de que proponemos trazar las proporciones
perfectas, siempre aparece un nuevo obispo que desea cambiar una capilla,
modificar una portada o alterar la longitud de la nave. Cuando dirijas tu
primera obra deberás tener en cuenta todo esto. Un obispo, un abad o un párroco
te pedirá que traces un boceto del nuevo templo, y sobre él opinará como si
fuera el mayor entendido del mundo, y te propondrá modificaciones. Y si quien
lo hace es un cabildo entero, con todos sus orondos y resabiados canónigos, en
ese caso las discusiones sobre cómo construir el nuevo templo pueden ser
eternas.
Un buen maestro no sólo ha de
saber construir un buen templo, dirigir los diferentes talleres, elegir a los
mejores oficiales, seleccionar los materiales más adecuados y organizar a todos
los talleres, sino también negociar salarios, discutir tiempos y pactar
soluciones. Y en muchas ocasiones, el número de Dios no deja de ser una
referencia casi imposible.
- ¿La perspectiva? ¿Qué es la
perspectiva? -preguntó doña Berenguela.
- Pues la manera de reflejar en
la pintura el diferente tamaño de las cosas según la distancia a la que se
encuentran desde el punto de observación. Mirad aquella puerta, señora.
Teresa Rendol señaló la puerta de
entrada a la capilla que estaba abierta y dejaba ver al otro lado un pasillo
largo y ancho.
- ¿Y bien?
- Desde aquí vemos a las personas
que están al fondo del pasillo mucho más pequeñas que las que están a nuestro
lado, pero todas son de una altura similar. Pues con la perspectiva se trata de
conseguir que en una superficie plana, como es una tabla o un muro, las figuras
se contemplen con la misma sensación de lejanía o cercanía que el ojo logra por
sí mismo.
- Vaya, ¿vos también intentáis
imitar la obra de Dios, como quieren hacer esos constructores de catedrales?
Ésta parece ser la obsesión de este siglo que nos ha tocado vivir: copiar a
Dios.
- No, señora, no. Yo no pretendo
eso, sólo deseo plasmar en mi pintura la belleza del mundo. Por eso jamás
pintaré ni guerreros, ni a la muerte.
- Todo es obra de Dios.
- Dios no ha pintado este retablo
-sentenció Teresa.
La reina Berenguela sonrió.
- Tened cuidado con lo que decís,
muchacha; en el Languedoc o en la misma Italia algún clérigo impertinente
podría acusaros de herejía por pronunciar palabras como ésas.
- Vos me habéis entendido,
señora.
Doña Berenguela alargó la mano,
que Teresa cogió y besó con delicadeza.
- Mi tesorero os pagará lo que
queda pendiente de abonar por el retablo.
- Hace tiempo que deseo ser tuya;
creo que el momento apropiado para ello ha llegado -repuso Teresa, a la vez que
se tumbaba sobre la cama.
Enrique se quitó su jubón, las
calzas y las botas y quedó desnudo junto al lecho. Teresa alargó su brazo y
cogió la mano de Enrique atrayéndolo hacia sí.
El cuerpo del arquitecto cubrió
al de la pintora, y ambos se abrazaron con tal fuerza que parecían dispuestos a
fundirse en uno solo. Después siguieron decenas de abrazos, besos y caricias.
Teresa abrió sus piernas y dobló las rodillas, ofreciendo su sexo dorado y
rosáceo a Enrique. El joven empujó con suavidad intentando penetrarla, pero la
inexperiencia de ambos hacía difícil la culminación de su abrazo. Tras varios
intentos, en los que Enrique procuró no hacer el menor daño a su amada, por fin
logró penetrarla. Un escalofrío vibrante y dichoso recorrió la espina dorsal de
la muchacha cuando sintió cómo el miembro terso y vigoroso de su amado rasgaba
su virginidad y llenaba su vagina de un pálpito vital e incandescente.
Poco a poco la naturaleza y el
instinto obraron el prodigio, y sus cuerpos se acoplaron en un movimiento
acompasado y cadencioso, cuajado de susurros y jadeos, y un tremer placentero y
gozoso fue creciendo como un huracán de dicha y arrobo que sorprendió a los dos
amantes en forma de un vendaval de placer, delicia y fuego.
El ocaso cayó sobre la ciudad
estival y violeta, y los dos jóvenes siguieron amándose en silencio; nadie
molestó su duermevela. Y al final, tras la noche de amor y de dulzura, los
sorprendió el amanecer plateado y fresco, abrazados como dos palmeras
solitarias que hubieran aguardado durante siglos el momento más propicio para
enlazar sus troncos y su savias.
» Hace treinta años que obtuve en
París mi diploma de maestro de obra; entonces juré tres cosas: no construir ni
castillos ni prisiones, hacer el bien y procurar la felicidad de los seres
humanos. Mi trabajo consiste en levantar catedrales en las que se pueda ver
siquiera un reflejo de la grandeza de la Creación. En estos treinta años he
podido contemplar algunas de las mejores obras que han construido los hombres,
y en todas ellas, en todas, está presente la mano de alguna mujer. Una mujer
nos dio la vida a todos y a una de ellas están dedicadas todas las nuevas
catedrales del estilo de la luz.
» Por todo ello, no consentiré que
nadie murmure, menosprecie a otro o difunda falsedades. La construcción de una
catedral como ésta no sólo requiere de un plan armónico y de la geometría
adecuada, sino también de que exista esa misma armonía entre cuantos trabajan
en ella. Esta catedral será al fin la que represente el triunfo de la luz sobre
las sombras, por eso todos cuantos trabajan aquí han de ser personas lúcidas y
bondadosas.
Los argumentos de Enrique sonaron
contundentes y rotundos. Tras ellos, nadie pronunció una sola palabra. Acabado
el discurso, Enrique ordenó que cada uno marchara a su trabajo y que no
olvidaran nunca lo que les había dicho.
- Agradezco mucho tus palabras -le
dijo Teresa, una vez que se marcharon los oficiales-. Has sido muy valiente.
- Te lo debía. ¿Sabes?, antes de
aceptar el encargo de venir a Burgos pasé una semana con mi madre en Chartres.
Fueron unos días hermosos que de vez en cuando recuerdo con emoción. Fue la
última vez que la vi. Ella me enseñó a amar las cosas sencillas, lo cotidiano.
También se lo debía a ella.
- Los has dejado impresionados;
creo que a partir de ahora todavía te admiran más.
- No lo he hecho para que me
admiren, sino para que sepan qué pretendo.
- Debí casarme contigo; ni
siquiera mis creencias cátaras debieron separarme de ti -lamentó Teresa.
- Ojalá hubieras aceptado alguna
de mis reiteradas demandas.
Teresa miró fijamente los ojos de
Enrique. El maestro había envejecido en los dos últimos años, pero conservaba
los hombros fuertes y los brazos poderosos de quien está acostumbrado a manejar
con frecuencia el martillo y el escoplo para tallar esculturas.
- Hubieras sido el mejor de los
esposos -asentó Teresa.
Enrique y Teresa.
Interior y vidrieras de la Catedral de León
Interior y vidrieras de la Catedral de Burgos
Extraido del libro: El Número de Dios
Escrito por: José Luis Corral
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