PISTAS Y BARRO

El discurrir de la marcha se hace ameno cuando en el recorrido nos encontramos paisajes inolvidables. Caminos infinitos con trazados preciosos en donde el tiempo se detiene y el avance sobre ellos se convierte en la mejor de las carreras.

sábado, 11 de octubre de 2014

He recorrido de noche caminos de los que otros no se atreven a hablar ni siquiera de día

Me llamo Kvothe, que se pronuncia «cuouz». Los nombres son importantes porque dicen mucho sobre la persona. He tenido más nombres de los que nadie merece. Los Adem me llaman Maedre. Que, según cómo se pronuncie, puede significar la Llama, el Trueno o el Árbol Partido. La Llama es obvio para todo el que me haya visto.

Me llamo Kvothe, que se pronuncia «cuouz»

Tengo el pelo de color rojo intenso. Si hubiera nacido hace un par de siglos, seguramente me habrían quemado por demonio. Lo llevo corto, pero aun así me cuesta dominarlo. Si lo dejo a su antojo, se me pone de punta y parece que me hayan prendido fuego. El Trueno lo atribuyo a mi potente voz de barítono y a la instrucción teatral que recibí a temprana edad. El Árbol Partido nunca lo he considerado muy importante. Aunque pensándolo bien, supongo que podríamos considerarlo al menos parcialmente profético. Mi primer mentor me llamaba E’lir porque yo era listo y lo sabía. Mi primera amante me llamaba Dulator porque le gustaba cómo sonaba. También me han llamado Shadicar, Dedo de Luz y Seis Cuerdas. Me han llamado Kvothe el Sin Sangre, Kvothe el Arcano y Kvothe el Asesino de Reyes. Todos esos nombres me los he ganado. Los he comprado y he pagado por ellos.
Pero crecí siendo Kvothe. Una vez mi padre me dijo que significaba «saber».
Me han llamado de muchas otras maneras, por supuesto. La mayoría eran nombres burdos, aunque muy pocos eran inmerecidos. He robado princesas a reyes agónicos. Incendié la ciudad de Trebon. He pasado la noche con Felurian y he despertado vivo y cuerdo. Me expulsaron de la Universidad a una edad a la que a la mayoría todavía no los dejan entrar. He recorrido de noche caminos de los que otros no se atreven a hablar ni siquiera de día. He hablado con dioses, he amado a mujeres y he escrito canciones que hacen llorar a los bardos.
Quizá hayas oído hablar de mí.


Tengo el pelo de color rojo intenso.
Si hubiera nacido hace un par de siglos, seguramente me habrían quemado por demonio

Quizá la mayor facultad que posee nuestra mente sea la capacidad de sobrellevar el dolor. El pensamiento clásico nos enseña las cuatro puertas de la mente, por las que cada uno pasa según sus necesidades.
La primera es la puerta del sueño. El sueño nos ofrece un refugio del mundo y de todo su dolor. El sueño marca el paso del tiempo y nos proporciona distancia de las cosas que nos han hecho daño. Cuando una persona resulta herida, suele perder el conocimiento. Y cuando alguien recibe una noticia traumática, suele desvanecerse o desmayarse. Así es como la mente se protege del dolor: pasando por la primera puerta.
La segunda es la puerta del olvido. Algunas heridas son demasiado profundas para curarse, o para curarse deprisa. Además, muchos recuerdos son dolorosos, y no hay curación posible. El dicho de que «el tiempo todo lo cura» es falso. El tiempo cura la mayoría de las heridas. El resto están escondidas detrás de esa puerta.
La tercera es la puerta de la locura. A veces, la mente recibe un golpe tan brutal que se esconde en la demencia. Puede parecer que eso no sea beneficioso, pero lo es. A veces, la realidad es solo
dolor, y para huir de ese dolor, la mente tiene que abandonar la realidad.
La última puerta es la de la muerte. El último recurso. Después de morir, nada puede hacernos daño, o eso nos han enseñado.
Después de que mataran a mi familia, me adentré en el bosque y dormí. El cuerpo me lo exigía, y mi mente utilizó la primera puerta para aliviar el dolor que me embargaba. La herida quedó cubierta hasta que llegara el momento propicio para la curación. Era un mecanismo de defensa: una buena parte de mi mente dejó de funcionar. Se apagó, por así decirlo.
Mientras mi mente dormía, gran parte de los detalles dolorosos del día anterior se escondieron detrás de la segunda puerta. Pero no del todo. No olvidé lo que había pasado, y sin embargo el recuerdo quedó amortiguado, como si lo viera a través de una tupida gasa. Si hubiera querido, habría podido recordar las caras de los muertos, la cara de aquel hombre de ojos negros. Pero no quería recordar. Empujé esos pensamientos y dejé que acumularan polvo en un rincón de mi mente que utilizaba poco.
Soñé. No con sangre, ojos vidriosos y olor a pelo quemado, sino con cosas más agradables. Y poco a poco, la herida dejó de dolerme...


Después de que mataran a mi familia, me adentré en el bosque y dormí.

Me dio la espalda y se puso a ordenar el banco de trabajo mientras tarareaba una melodía. Tardé un segundo en reconocerla: «Vete de la ciudad, calderero».
Yo sabía que el anciano estaba tratando de hacerme un favor,  y una semana antes no habría dejado escapar la oportunidad de hacerme con un par de zapatos gratis. Pero por algún extraño motivo, no me parecía justo. Recogí rápidamente mis cosas y dejé un par de iotas de cobre encima del taburete antes de salir de la tienda. ¿Por qué? Porque el orgullo nos hace hacer cosas extrañas, y porque la generosidad debe recompensarse con generosidad. Pero sobre todo porque me pareció que era lo correcto, y eso ya es razón suficiente.


Porque el orgullo nos hace hacer cosas extrañas,
y porque la generosidad debe recompensarse con generosidad

La taberna olía a humo, a sudor y a cerveza derramada. Me alegré cuando Denna me preguntó si me apetecía dar un paseo.
Hacía una templada noche de primavera, sin viento. Hablamos mientras paseábamos lentamente por el bosque que había detrás de la posada. Al cabo de un rato llegamos a un amplio claro en cuyo centro había una charca.
Al borde del agua había un par de rocas de guía; su plateada superficie se destacaba contra el negro del cielo y contra el negro del agua. Una estaba de pie, y parecía un dedo que señalara el cielo.
La otra estaba tumbada, y se extendía hasta el agua como un pequeño embarcadero de piedra.
No había viento que alterara la superficie del agua. Así que cuando nos subimos a la piedra caída, las estrellas se reflejaban perfectamente en la charca. Era como si estuviéramos sentados en medio de un mar de estrellas.


La taberna olía a humo, a sudor y a cerveza derramada.
Me alegré cuando Denna me preguntó si me apetecía dar un paseo.

Toqué la última cuerda y la afiné también ligeramente. Compuse un acorde sencillo y rasgueé las cuerdas produciendo un sonido suave y afinado. Desplacé un dedo, y el acorde pasó a menor produciendo un sonido que siempre me hacía pensar que el laúd estaba diciendo «triste». Volví a mover las manos, y el laúd produjo dos acordes que susurraron el uno contra el otro. Entonces, sin darme cuenta de lo que hacía, me puse a tocar.
El tacto de las cuerdas me producía extrañeza; mis dedos y las cuerdas eran como dos amigos que se reencuentran y que no recuerdan qué tienen en común. Toqué flojo y despacio, sin lanzar las notas más allá del círculo de luz de la hoguera. Mis dedos y las cuerdas mantenían una cuidadosa conversación, como si su danza describiera el guión de un enamoramiento.
Entonces noté que algo se rompía dentro de mí, y la música empezó a brotar invadiendo el silencio. Mis dedos bailaban; con movimientos ágiles e intrincados, tejían algo trémulo y sutil que abarcaba el círculo de luz que proyectaba nuestra hoguera. La música se movía como una telaraña agitada por un débil soplo, cambiaba como una hoja que gira al caer al suelo, y te hacía sentir tres años en la Ribera de Tarbean, el vacío dentro de ti y las manos doloridas por el frío.
No sé cuánto rato toqué. Quizá diez minutos, o quizá una hora. Pero mis manos no estaban acostumbradas al esfuerzo. De pronto resbalaron, y la música se derrumbó, como un sueño al despertar.




Entonces noté que algo se rompía dentro de mí,
y la música empezó a brotar invadiendo el silencio
La música se movía como una telaraña agitada por un débil soplo,
cambiaba como una hoja que gira al caer al suelo

Antes de que pudiéramos decir nada más, Lorren irrumpió en el vestíbulo. Su semblante, normalmente plácido, reflejaba dureza y ferocidad. Me entró un sudor frío y pensé en lo que Teccam escribió en su Teofanía: «Todos los hombres sabios temen tres cosas: la tormenta en el mar, la noche sin luna y la ira de un hombre apacible».

«Todos los hombres sabios temen tres cosas: la tormenta en el mar,
la noche sin luna y la ira de un hombre apacible»

Murmuré una excusa y me marché, demasiado turbado para preocuparme por si había hecho el ridículo o no. Cuando volvía hacia la escalera, desmoralizado, mi parte sabia aprovechó la ocasión para amonestarme. «Eso es lo que se consigue con la esperanza —dijo—. Nada bueno. Sin embargo, es mejor que no la hayas encontrado. No habría podido estar a la altura de su voz. Esa voz, bella y terrible como la plata ardiendo, como la luz de la luna reflejada en las piedras de un río, como una pluma acariciando tus labios.»


Esa voz, bella y terrible como la plata ardiendo,
como la luz de la luna reflejada en las piedras de un río,
como una pluma acariciando tus labios.

Entonces fue cuando comprendí que todo aquello había sido una prueba. Elodin me había estado midiendo desde que nos habíamos visto por primera vez. Sentía, a su pesar, respeto por mi tenacidad, y le había sorprendido que hubiera notado algo raro en la atmósfera de su habitación. Estaba a punto de aceptarme como pupilo. Pero necesitaba más: necesitaba una prueba de mi entrega. Una demostración. Un acto de fe.
Y mientras estaba allí de pie, me vino a la mente un fragmento de la historia: «Táborlin se precipitó, pero no perdió la esperanza. Porque conocía el nombre del viento, y el viento le obedeció. Le habló al viento, y este lo meció y lo acarició. Lo bajó hasta el suelo suavemente, como si fuera un vilano de cardo, y lo posó de pie con la dulzura del beso de una madre».
Elodin sabía el nombre del viento.
Sin dejar de mirarlo a los ojos, salté del borde del tejado.

Elodin sabía el nombre del viento.
Sin dejar de mirarlo a los ojos, salté del borde del tejado.

—No hay nada que haga sentirse más viejo a un hombre que una mujer joven. —Me puso una mano en el hombro—. Vamos, tómate algo conmigo. —Fuimos hasta la larga barra de caoba, y Deoch se puso a murmurar mientras examinaba las botellas—. La cerveza embota la memoria, el aguardiente le prende fuego, pero el vino es lo mejor para un corazón dolorido. —Hizo una pausa y me miró con la frente arrugada—. No recuerdo cómo sigue.
¿Y tú?
—Nunca lo había oído —repuse—. Pero Teccam afirma que de todos los licores, el vino es el único adecuado para recordar. Decía que un buen vino proporciona claridad y concentración, al mismo tiempo que permite cierta reconfortante coloración de la memoria.


He robado princesas a reyes agónicos. Incendié la ciudad de Trebon.
He pasado la noche con Felurian y he despertado vivo y cuerdo.
Me expulsaron de la Universidad a una edad a la que a la mayoría todavía no los dejan entrar.



Extraído del libro: "El nombre del viento"

Autor: Patrick Rothfuss

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