PISTAS Y BARRO

El discurrir de la marcha se hace ameno cuando en el recorrido nos encontramos paisajes inolvidables. Caminos infinitos con trazados preciosos en donde el tiempo se detiene y el avance sobre ellos se convierte en la mejor de las carreras.

viernes, 14 de noviembre de 2014

Llegan y se van, te vuelves y se han ido, como un rayo en el cielo, como un suspiro.

Llegan y se van, te vuelves y se han ido, como un rayo en el cielo, como un suspiro.


A continuación abrí la ventana y salí al tejado de la posada. Desde allí solo tenía que dar un salto para llegar a la panadería del otro lado del callejón.
El creciente de luna que brillaba en el cielo me proporcionaba suficiente luz para ver sin ser visto. Y no es que me preocupara mucho que alguien pudiera verme. Era cerca de medianoche, y las calles estaban tranquilas. Además, es asombroso lo poco que la gente mira hacia arriba.
Auri me esperaba sentada en una ancha chimenea de ladrillo. Llevaba el vestido que yo le había comprado y balanceaba distraídamente los pies descalzos mientras contemplaba las estrellas. Su fino cabello formaba alrededor de su cabeza un haló que se desplazaba con el más leve soplo de brisa.
Pisé con cuidado al centro de una plancha de chapa del tejado. La plancha produjo un sonido hueco bajo mis pies, como un lejano y melodioso tambor. Auri dejó de balancear los pies y se quedó quieta como un conejillo asustado. Entonces me vio y sonrió. La saludé con la mano.
Bajó de un salto de la chimenea y vino corriendo hasta mí, la melena ondeando.
—Hola, Kvothe. —Dio un pasito hacia atrás—. Hueles mal.
Compuse mi mejor sonrisa del día.
—Hola, Auri —dije—. Tú hueles como una muchacha hermosa.
—Sí —coincidió ella, jovial.
Dio unos pasitos hacia un lado, y luego otra vez hacia delante, de puntillas.
—¿Qué me has traído? —me preguntó.
—Y tú, ¿qué me has traído? —repliqué.
Ella sonrió.
—Tengo una manzana que piensa que es una pera — dijo sosteniéndola en alto—. Y un bollo que piensa que es un gato. Y una lechuga que piensa que es una lechuga.
—Entonces es una lechuga inteligente.
—No mucho—dijo ella con una risita delicada—. Si fuera inteligente, ¿por qué iba a pensar que era una lechuga?
—¿Ni siquiera si fuera una lechuga? —pregunté.
—Sobre todo si fuera una lechuga —dijo ella—. Ya es mala pata ser una lechuga. Pero peor aún pensar que se es una lechuga. —Sacudió la cabeza con tristeza, y su cabello siguió su movimiento, como si flotara bajo el agua. Abrí mi hatillo.
—Te he traído patatas, media calabaza y una botella de cerveza que piensa que es una hogaza de pan.
 —¿Qué piensa que es la calabaza? —me preguntó con curiosidad, contemplándola. Tenía las manos cogidas detrás de la espalda.
—Sabe que es una calabaza —dije—. Pero hace ver que es la puesta de sol.
—¿Y las patatas?
—Las patatas duermen —dije—. Y me temo que están frías.
Auri me miró con unos ojos llenos de dulzura.
—No tengas miedo —me dijo; alargó una mano y posó brevemente los dedos sobre mi mejilla, y su caricia fue más ligera que la caricia de una pluma—. Estoy aquí.
Estás a salvo.

Auri me esperaba sentada en una ancha chimenea de ladrillo. Llevaba el vestido que yo le había comprado y balanceaba distraídamente los pies descalzos mientras contemplaba las estrellas. Su fino cabello formaba alrededor de su cabeza un haló que se desplazaba con el más leve soplo de brisa.
Quizá penséis que los peores recuerdos eran los del día que mataron a mi troupe. De cómo volví a nuestro campamento y lo encontré todo en llamas. Las macabras siluetas de los cadáveres de mis padres bajo la débil luz del crepúsculo. El olor a lona chamuscada y a sangre y a pelo quemados. Mis recuerdos de quienes los habían asesinado. De los Chandrian. Del hombre que habló conmigo, sin parar de sonreír. De Ceniza.
Eran malos recuerdos, pero a lo largo de los años los había rescatado y los había examinado tan a menudo que ya apenas me producían dolor. Recordaba el tono y el timbre de la voz de Haliax con la misma claridad con que recordaba los de la voz de mi padre. Podía visualizar sin dificultad el rostro de Ceniza. Aquella sonrisa que mostraba unos dientes perfectos. Su cabello blanco y rizado. Sus ojos, negros como gotas de tinta. Su voz, cargada de frío invernal, diciendo: «Sé de unos padres que han estado cantando unas canciones que no hay que cantar».
Quizá penséis que esos eran los peores recuerdos.
Pero os equivocáis. No. Los peores recuerdos eran los de mis primeros años de vida. El lento balanceo y las sacudidas del carromato, mi padre llevando las riendas sueltas. Sus fuertes manos sobre mis hombros, mostrándome cómo debía colocarme sobre el escenario para que mi cuerpo dijera «orgulloso», o «triste», o «tímido». Sus dedos colocando bien los míos sobre las cuerdas de su laúd.
Mi madre cepillándome el cabello. Sus brazos rodeándome. La perfección con que mi cabeza encajaba en la curva de su cuello. Cómo por la noche me acurrucaba en su regazo junto al fuego, adormilado, feliz y seguro.
Esos eran los peores recuerdos. Preciosos y perfectos. Afilados como un bocado de cristales rotos.
Tumbado en la cama, tensaba todos los músculos de mi cuerpo hasta formar un nudo tembloroso, sin poder dormir, sin poder pensar en otras cosas, sin poder dejar de recordar. Otra vez. Y otra. Y otra.

Quizá penséis que los peores recuerdos eran los del día que mataron a mi troupe.
De cómo volví a nuestro campamento y lo encontré todo en llamas.

La entrada de los Chandrian era la única que no llevaba ilustración, por supuesto. En su lugar solo había una página vacía enmarcada con volutas decorativas. El poema no aportaba absolutamente nada:
De un sitio a otro los Chandrian van,
Pero nunca dejan rastro ni sabes dónde están.
Guardan sus secretos con mucho cuidado,
pero nunca te arañan ni te pegan un bocado.
No montan peleas ni arman jaleos.
De hecho con nosotros son bastante buenos.
Llegan y se van, te vuelves y se han ido,
como un rayo en el cielo, como un suspiro.
Pese a lo irritante que resultaba un texto tan superficial, al menos dejaba algo muy claro: para el resto de la gente, los Chandrian no eran más que cuentos de hadas infantiles. Tan irreales como los engendros o los unicornios.
Yo sabía otra cosa, por supuesto. Los había visto con mis propios ojos. Había hablado con Ceniza, el de los ojos negros. Había visto a Haliax, envuelto en un manto de sombra.

Yo sabía otra cosa, por supuesto. Los había visto con mis propios ojos. Había hablado con Ceniza, el de los ojos negros. Había visto a Haliax, envuelto en un manto de sombra.

»Veamos —prosiguió Sleát frotándose la cara—. Tocas bastante bien el laúd y eres más orgulloso que un gato pateado. Eres descortés, mordaz y no muestras ningún respeto por tus superiores, que dada tu humilde cuna de liante, son prácticamente todos.
Noté que me ponía rojo de ira; el calor abrasador de mi cara se extendió rápidamente por todo mi cuerpo.
—Soy el mejor músico que jamás conocerás o verás desde lejos —dije con una calma forzada—. Y soy Edena Ruh hasta la médula. Lo que significa que mi sangre es roja. Significa que respiro aire puro y camino por donde me llevan los pies. No me arrastro ni me acobardo como un perro ante nadie por el hecho de que tenga un título.
Eso lo interpretan como orgullo quienes se han pasado la vida lamiéndoles el culo a los demás.
Sleat compuso una sonrisa perezosa, y comprendí que había mordido su anzuelo.

Soy el mejor músico que jamás conocerás o verás desde lejos —dije con una calma forzada—. Y soy Edena Ruh hasta la médula

Denna dio un resoplido muy poco delicado.
—Es la pura verdad —dije—. Eres mi penique reluciente en la cuneta. Vales más que la sal o que la luna una larga noche de caminata. Eres un vino dulce en mi boca, una canción en mi garganta, y la risa en mi corazón.
Denna se ruborizó, pero yo continué, imperturbable:
—Eres demasiado buena para mí. Eres un lujo que no puedo permitirme. A pesar de todo, insisto en que hoy vengas conmigo. Te invitaré a cenar y pasaré horas hablando extasiado del inmenso y maravilloso paisaje que eres tú.
Me puse de pie y la ayudé a levantarse.
—Tocaré el laúd para ti. Te cantaré canciones. Durante el resto de la tarde, nada ni nadie podrá molestarnos. —Ladeé la cabeza convirtiéndolo en una pregunta.
Denna curvó los labios.
—Es una buena proposición —dijo—. Me encantaría pasar una tarde alejada de todo.

Eres mi penique reluciente en la cuneta. Vales más que la sal o que la luna una larga noche de caminata. Eres un vino dulce en mi boca, una canción en mi garganta, y la risa en mi corazón.

Vi correr a alguien por el muelle, hacia nosotros: era el hombre de rostro avinagrado que había pasado de largo por el Puente de Piedra cuando estaba allí con Elodin.
Llevaba un fardo bajo un brazo.
—Ese debe de ser el marinero que faltaba —me apresuré a decir—. Será mejor que suba a bordo. —Di un rápido abrazo a Threpe y traté de alejarme antes de que pudiera darme otro consejo.
Pero él me cogió por la manga antes de que me diera la vuelta.
—Ten cuidado por el camino —dijo con expresión preocupada—. Recuerda que todo hombre sabio teme tres cosas: la tormenta en el mar, la noche sin luna y la ira de un hombre amable.
El marinero pasó a nuestro lado y recorrió la pasarela corriendo, sin importarle que las tablas rebotaran y traquetearan bajo sus pies.
Sonreí a Threpe para tranquilizarlo y seguí al marinero.
Dos hombres de rostro curtido levantaron la pasarela, y le devolví a Threpe un último saludo con la mano.
Se vocearon órdenes, los hombres se afanaron y el barco empezó a moverse. Me volví para mirar río abajo, hacia Tarbean, hacia el mar.

Se vocearon órdenes, los hombres se afanaron y el barco empezó a moverse. 
Me volví para mirar río abajo, hacia Tarbean, hacia el mar.

Felurian estiró un brazo y me acarició los labios con la yema de un dedo, «puedes reírte cuanto quieras mientras llena perdura, pero que sepas que hay una mitad más oscura.» Se separó de mí sin soltarme la mano y tiró de mí por el agua formando un perezoso espiral, «un mortal sagaz teme la noche que ni una pizca de esa dulce luz derroche.»
Se llevó mi mano hacia el pecho, girando y arrastrándome por el agua hacia ella, «un paso u otro en una noche así, tan negra, podría meterte en la mitad oscura, o en su estela, y llevarte hasta fata, aunque sea involuntariamente.» Se interrumpió y me miró con seriedad, «donde tu estancia deberá ser permanente.»
Felurian dio un paso hacia atrás en el agua, tirando de mí. «y en un terreno tan extraño e inusual, ¿cómo no va a ahogarse un ser mortal?»
Di otro paso hacia ella y no encontré nada bajo los pies. De pronto la mano de Felurian ya no estaba entrelazada con la mía, y el agua negra se cerró sobre mi cabeza. Atragantándome, ciego, empecé a agitar desesperadamente los brazos y las piernas tratando de salir a la superficie.
Tras un largo y aterrador momento, las manos de Felurian me sujetaron y me arrastraron hasta la superficie como si yo no pesara más que un gatito. Me acercó a su cara, ante sus ojos oscuros, duros y centelleantes.
Con voz nítida, dijo: «hago esto para que escuches y no te quepa duda alguna, un hombre sabio contempla con temor la noche sin luna».

Felurian dio un paso hacia atrás en el agua, tirando de mí. «y en un terreno tan extraño e inusual,
¿cómo no va a ahogarse un ser mortal?
»

Pero ¿cómo es posible?, os preguntaréis. ¿Cómo puede compararse una mujer mortal con Felurian?
Si lo pensáis en términos musicales, es más fácil entenderlo. A veces un hombre disfruta oyendo una sinfonía. Otras le apetece más una giga. Con el amor pasa lo mismo. Cierto tipo de amor resulta adecuado para los mullidos almohadones de un claro crepuscular. Otro resulta natural en el desorden de las sábanas de una cama estrecha en el último piso de una posada. Cada mujer es como un instrumento, y espera que la entiendan, la amen y la toquen con delicadeza, para por fin hacer sonar su verdadera música.
Habrá quien se ofenda con esta manera de ver las cosas, si no entiende cómo concibe la música un artista de troupe. Habrá quien piense que degrado a las mujeres. Habrá quien me considere insensible, grosero o zafio.
Pero esos no entienden el amor, ni la música, ni me entienden a mí.

Pero ¿cómo es posible?, os preguntaréis. ¿Cómo puede compararse una mujer mortal con Felurian?

«Como el enemigo no podía vencer mediante la fuerza, se movió como un gusano dentro de un fruto. El enemigo no era del Lethani. Envenenó a otros siete contra el imperio, y olvidaron el Lethani. Seis traicionaron a las ciudades que confiaban en ellos. Seis ciudades cayeron y
sus nombres se olvidaron.
»Uno recordó el Lethani, y no traicionó a una ciudad. Esa ciudad no cayó. Uno de ellos recordó el Lethani y el imperio no perdió la esperanza. Con una ciudad en pie. Pero el nombre de esa ciudad también se olvidó, y quedó enterrado en el tiempo.
»Pero se conservan siete nombres. El nombre de uno y el de los seis que lo siguieron. Siete nombres se han conservado tras el derrumbamiento del imperio, en la tierra rota y en el cielo cambiado. Siete nombres se han conservado durante el largo deambular de Ademre. Siete nombres se han conservado, los nombres de los siete traidores. Recuérdalos y conócelos por sus siete señales:
Cyphus lleva la llama azul.
Stercus es esclavo del hierro.
Ferule, frío y de ojo oscuro.
Usnea solo vive en la podredumbre.
Dalcenti, gris, no habla nunca.
La pálida Alenta trae la peste.
El último es el señor de los siete:
odiado. Perdido. Insomne. Cuerdo.
Alaxel lleva el yugo de la sombra.
 
Siete nombres se han conservado durante el largo deambular de Ademre.
Siete nombres se han conservado, los nombres de los siete traidores

—Y ¿cómo ha sido, exactamente? —preguntó Kvothe.
Cronista miró al posadero desde el otro lado de la mesa, como si le hubiera sorprendido la pregunta.
—¿Exactamente? Yo no estoy aquí para contar una historia. —Volvió a guardar el trapo en la cartera—. En pocas palabras: me enfadé y me marché de la Universidad en busca de pastos más verdes. Es lo mejor que he hecho en la vida. En un mes en el camino aprendí más de lo que había aprendido con tres años de clases.
Kvothe asintió.
—Ya lo dijo Teccam: no hay hombre valiente que nunca haya caminado cien kilómetros. Si quieres saber quién eres, camina hasta que no haya nadie que sepa tu nombre. Viajar nos pone en nuestro sitio, nos enseña más que ningún maestro, es amargo como una medicina, cruel como un espejo. Un largo tramo de camino te enseñará más sobre ti mismo que cien años de silenciosa introspección.

Ya lo dijo Teccam: no hay hombre valiente que nunca haya caminado cien kilómetros.
Si quieres saber quién eres, camina hasta que no haya nadie que sepa tu nombre. 

Extraído del libro: "El temor de un hombre sabio"

escrito por Patrick Rothfuss

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