PISTAS Y BARRO

El discurrir de la marcha se hace ameno cuando en el recorrido nos encontramos paisajes inolvidables. Caminos infinitos con trazados preciosos en donde el tiempo se detiene y el avance sobre ellos se convierte en la mejor de las carreras.

domingo, 22 de noviembre de 2015

Me afligió pensar cuán breve había sido el sueño de la inteligencia humana. Habíase suicidado.


Viendo la desenvoltura y la seguridad en que vivían aquellas gentes, comprendí que aquel estrecho parecido de los sexos era, después de todo, lo que podía esperarse; pues la fuerza de un hombre y la delicadeza de una mujer, la institución de la familia y la diferenciación de ocupaciones son simples necesidades militantes de una edad de fuerza física. Allí donde la población es equilibrada y abundante, muchos nacimientos llegan a ser un mal más que un beneficio para el Estado; allí donde la violencia es rara y la prole es segura, hay menos necesidad -realmente no existe la necesidad- de una familia eficaz, y la especialización de los sexos con referencia a las necesidades de sus hijos desaparece. Vemos algunos indicios de esto hasta en nuestro propio tiempo, y en esa edad futura era un hecho consumado. Esto, debo recordárselo a ustedes, era una conjetura que hacia yo en aquel momento. Después, iba a poder apreciar cuán lejos estaba de la realidad.
Mientras meditaba sobre estas cosas, atrajo mi atención una linda y pequeña construcción, parecida a un pozo bajo una cúpula. Pensé de modo pasajero en la singularidad de que existiese aún un pozo, y luego reanudé el hilo de mis teorías. No había grandes edificios hasta la cumbre de la colina, Y como mis facultades motrices eran evidentemente milagrosas, pronto me encontré solo por primera vez. Con una extraña sensación de libertad y de aventura avancé hacia la cumbre.

Con una extraña sensación de libertad
y de aventura avancé hacia la cumbre

Pero con semejante cambio de condición vienen las inevitables adaptaciones a dicho cambio. A menos que la ciencia biológica sea un montón de errores, ¿cuál es la causa de la inteligencia y del vigor humanos? Las penalidades y la libertad: condiciones bajo las cuales el ser activo, fuerte y apto, sobrevive, y el débil sucumbe; condiciones que recompensan la alianza leal de los hombres capaces basadas en la autocontención, la paciencia y la decisión. Y la institución de la familia y las emociones que entraña, los celos feroces, la ternura por los hijos, la abnegación de los padres, todo ello encuentra su justificación y su apoyo en los peligros inminentes que amenazan a los jóvenes. Ahora, ¿dónde están esos peligros inminentes? Se origina aquí un sentimiento que crecerá contra los celos conyugales, contra la maternidad feroz, contra toda clase de pasiones; cosas inútiles ahora, cosas que nos hacen sentirnos molestos, supervivientes salvajes y discordantes en una vida refinada y grata.

Pensé en la pequeñez física de la gente, en su falta de inteligencia, en aquellas enormes y profundas ruinas; y esto fortaleció mi creencia en una conquista perfecta de la Naturaleza. Porque después de la batalla viene la calma. La Humanidad había sido fuerte, enérgica e inteligente, y había utilizado su abundante vitalidad para modificar las condiciones bajo las cuales vivía. Y ahora llegaba la reacción de aquellas condiciones cambiadas.

Bajo las nuevas condiciones de bienestar y de seguridad perfectos, esa bulliciosa energía, que es nuestra fuerza, llegaría a ser debilidad. Hasta en nuestro tiempo ciertas inclinaciones y deseos, en otro tiempo necesarios para sobrevivir, son un constante origen de fracaso. La valentía física y el amor al combate, por ejemplo, no representan una gran ayuda -pueden incluso ser obstáculos- para el hombre civilizado. Y en un estado de equilibrio físico y de seguridad, la potencia, tanto intelectual como física, estaría fuera de lugar.

Pensé que durante incontables años no había habido peligro alguno de guerra o de violencia aislada, ningún peligro de fieras, ninguna enfermedad agotadora que haya requerido una constitución vigorosa, ni necesitado un trabajo asiduo. Para una vida tal, los que llamaríamos débiles se hallan tan bien pertrechados como los fuertes, no son realmente débiles. Mejor pertrechados en realidad, pues los fuertes estarían gastados por una energía para la cual no hay salida. Era indudable que la exquisita belleza de los edificios que yo veía era el resultado de las últimas agitaciones de la energía ahora sin fin determinado de la Humanidad, antes de haberse asentado en la perfecta armonía con las condiciones bajo las cuales vivía: el florecimiento de ese triunfo que fue el comienzo de la última gran paz. Esta ha sido siempre la suerte de la energía en seguridad; se consagra al arte y al erotismo, y luego vienen la languidez y la decadencia.

Hasta ese impulso artístico deberá desaparecer al final -había desaparecido casi en el Tiempo que yo veía -. Adornarse ellos mismos con flores, danzar, cantar al sol; esto era lo que quedaba del espíritu artístico y nada más. Aun eso desaparecería al final, dando lugar a una satisfecha inactividad. Somos afilados sin cesar sobre la muela del dolor y de la necesidad, y, según me parecía, ¡he aquí que aquella odiosa muela se rompía al fin!
Permanecí allí en las condensadas tinieblas pensando que con aquella simple explicación había yo dominado el problema del mundo, dominando el secreto entero de aquel delicioso pueblo. Tal vez los obstáculos por ellos ideados para detener el aumento de población habían tenido demasiado buen éxito, y su número, en lugar de permanecer estacionario, había más bien disminuido. Esto hubiese explicado aquellas ruinas abandonadas. Era muy sencilla mi explicación y bastante plausible, ¡como lo son la mayoría de las teorías equivocadas!

Esto hubiese explicado aquellas ruinas abandonadas.
Era muy sencilla mi explicación y bastante plausible,
¡como lo son la mayoría de las teorías equivocadas!

Alrededor de las ocho o las nueve de la mañana llegué al mismo asiento de metal amarillo desde el cual había contemplado el mundo la noche de mi llegada. Pensé en las conclusiones precipitadas que hice aquella noche, y no pude dejar de reírme amargamente de mi presunción. Allí había aún el mismo bello paisaje, el mismo abundante follaje; los mismos espléndidos palacios y magníficas ruinas, el mismo río plateado corriendo entre sus fértiles orillas. Los alegres vestidos de aquellos delicados seres se movían de aquí para allí entre los árboles. Algunos se bañaban en el sitio preciso en que había yo salvado a Weena, y esto me asestó de repente una aguda puñalada de dolor. Como manchas sobre el paisaje se elevaban las cúpulas por encima de los caminos hacia el Mundo Subterráneo. Sabía ahora lo que ocultaba toda la belleza del Mundo Superior. Sus días eran muy agradables, como lo son los días que pasa el ganado en el campo. Como el ganado, ellos ignoraban que tuviesen enemigos, y no prevenían sus necesidades. Y su fin era el mismo.

Me afligió pensar cuán breve había sido el sueño de la Inteligencia humana. Habíase suicidado. Se había puesto con firmeza en busca de la comodidad y el bienestar de una Sociedad equilibrada con seguridad y estabilidad, como lema; había realizado sus esperanzas, para llegar a esto al Final. Alguna vez, la vida y la propiedad debieron alcanzar una casi absoluta seguridad. Al rico le habían garantizado su riqueza y su bienestar, al trabajador su vida y su trabajo. Sin duda en aquel mundo perfecto no había existido ningún problema de desempleo, ninguna cuestión social dejada sin resolver. Y esto había sido seguido de una gran calma.

Una ley natural que olvidamos es que la versatilidad intelectual es la compensación por el cambio, el peligro y la inquietud. Un animal en perfecta armonía con su medio ambiente es un perfecto mecanismo. La naturaleza no hace nunca un llamamiento a la inteligencia, como el hábito y el instinto no sean inútiles. No hay inteligencia allí donde no hay cambio ni necesidad de cambio. Sólo los animales que cuentan con inteligencia tienen que hacer frente a una enorme variedad de necesidades y de peligros.

Así pues, como podía ver, el hombre del Mundo Superior había derivado hacia su blanda belleza, y el del Mundo Subterráneo hacia la simple industria mecánica. Pero aquel perfecto estado carecía aún de una cosa para alcanzar la perfección mecánica: la estabilidad absoluta. Evidentemente, a medida que transcurría el tiempo, la subsistencia del Mundo Subterráneo, como quiera que se efectuase, se había alterado. La Madre Necesidad, que había sido rechazada durante algunos milenios, volvió otra vez y comenzó de nuevo su obra, abajo. El Mundo Subterráneo, al estar en contacto con una maquinaria que, aun siendo perfecta, necesitaba sin embargo un poco de pensamiento además del hábito, había probablemente conservado, por fuerza, bastante más iniciativa, pero menos carácter humano que el Superior. Y cuando les faltó un tipo de carne, acudieron a lo que una antigua costumbre les había prohibido hasta entonces. De esta manera vi en mi última mirada el mundo del año 802.701. Esta es tal vez la explicación más errónea que puede inventar un mortal. Esta es, sin embargo, la forma que tomó para mí la cosa y así se la ofrezco a ustedes.

Después de las fatigas, las excitaciones y los terrores de los pasados días, y pese a mi dolor, aquel asiento, la tranquila vista y el calor del sol eran muy agradables. Estaba muy cansado y soñoliento y pronto mis especulaciones se convirtieron en sopor. Comprendiéndolo así, acepté mi propia sugerencia y tendiéndome sobre el césped gocé de un sueño vivificador. Me desperté un poco antes de ponerse el sol. Me sentía ahora a salvo de ser sorprendido por los Morlocks y, desperezándome, bajé por la colina hacia la Esfinge Blanca. Llevaba mi palanca en una mano, y la otra jugaba con las cerillas en mi bolsillo.

Me sentía ahora a salvo de ser sorprendido por los Morlocks y,
desperezándome, bajé por la colina hacia la Esfinge Blanca.

Y ahora viene lo más inesperado. Al acercarme al pedestal de la esfinge, encontré las hojas de bronce abiertas. Habían resbalado hacia abajo sobre unas ranuras. Ante esto me detuve en seco vacilando en entrar.

Al acercarme al pedestal de la esfinge, encontré las hojas de bronce abiertas. 

No puede uno escoger, sino hacerse preguntas. ¿Regresará alguna vez? Puede que se haya deslizado en el pasado y caído entre los salvajes y cabelludos bebedores de sangre de la Edad de Piedra sin pulimentar; en los abismos del mar cretáceo; o entre los grotescos saurios, los inmensos animales reptadores de la época jurásica. Puede estar ahora -si me permite emplear la frase vagando sobre algún arrecife de coral Oolitico (1)-, frecuentado por los plesiosaurios, o cerca de los solitarios lagos salinos de la Edad Triásica. ¿O marchó hacia el futuro, hacia las edades próximas, en las cuales los hombres son hombres todavía, pero en las que los enigmas de nuestro tiempo están aclarados y sus problemas fastidiosos resueltos? Hacia la virilidad de la raza: pues yo, por mi parte, no puedo creer que esos días recientes de tímida experimentación de teorías incompletas y de discordias mutuas sean realmente la época culminante del hombre. Digo, por mi propia parte. El, lo sé -porque la cuestión había sido discutida entre nosotros mucho antes de ser construida la Máquina del Tiempo-, pensaba, no pensaba alegremente acerca del Progreso de la Humanidad, y veía tan sólo en el creciente acopio de civilización una necia acumulación que debía inevitablemente venirse abajo al final y destrozar a sus artífices. Si esto es así, no nos queda sino vivir como si no lo fuera. Pero, para mí, el porvenir aparece aún oscuro y vacío; es una gran ignorancia, iluminada en algunos sitios casuales por el recuerdo de su relato. Y tengo, para consuelo mío, dos extrañas flores blancas -encogidas ahora, ennegrecidas, aplastadas y frágiles- para atestiguar que aun cuando la inteligencia y la fuerza habían desaparecido, la gratitud y una mutua ternura aún se alojaban en el corazón del hombre.
(1).- Dícese de la roca que contiene oolitos (cuerpos formados por envolturas minerales de sustancias calcáreas o de óxido de hierro o de silicio).


Y tengo, para consuelo mío, dos extrañas flores blancas



Extraido del libro: "La Máquina del Tiempo"

Escrito por H.G. Wells

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